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La reforma de la Constitución de Estados Unidos

El pasado 30 de diciembre, el profesor Louis Michael Seidman, Geogertown University, publicó en The New York Times un artículo de opinión (Let’s Give Up on the Constitution - NYTimes.com) que ha removido las tranquilas aguas de la reflexión jurídica sobre la Constitución de Estados Unidos. Incluso, su autor ha recibido amenazas de muerte y demás improperios. La prensa se ha hecho eco de la reacción suscitada (Abandon the Constitution? Louis Seidman Sticks to His Guns). El artículo de Seidman tiene, a mi juicio, dos elementos relevantes. En primer lugar, su opinión favorable a la actualización de la Constitución y, en segundo lugar, sus calificaciones bastante duras sobre el texto constitucional. Estas últimas son las que han terminado devorando, en términos de opinión pública, la tesis de Seidman. La idea de que el texto constitucional se ha de actualizar no es irrazonable. La Constitución se ha de adaptar a las circunstancias del momento. Esto se puede llevar a cabo a través de su reforma o a través de los interpretes y aplicadores que están particularmente cualificados para llevarlo a cabo. Este es el papel que ha venido desarrollando el Tribunal Supremo. Sin embargo, este papel se ha querido auto-contener para evitar la expansión del Tribunal hasta convertirse, aún más claramente y sin límites, en un macro-legislador sin legitimidad democrática directa. A lo largo del New Deal y sus prolegómenos, de la denominada jurisprudencia progesista, el Tribunal se elevó por encima de la Constitución para adecuar la jurisprudencia a las necesidades del momento. La reacción ha sido el creciente peso del denominado originalismo: la Constitución se debe interpretar siguiendo fielmente la intención de los "framers". El efecto colateral de esta interpretación ha sido que ha puesto de relieve la "antigüedad" de la Constitución. Ésta no es un texto sagrado a-temporal. Es un texto jurídico y, por consiguiente, afectado por el transcurso del tiempo. El originalismo pone de relieve con crudeza la obsolescencia de la Constitución. En este contexto surgen reflexiones como la de Seidman. Una Constitución de más de 200 años interpretadas como si los 200 años no hubiesen transcurrido es una Constitución no sólo antigua sino muerta. Ahora bien, la tesis contraria: un Tribunal Supremo sin restricciones para re-crear la Constitución para mantenerla viva, o sea, ajustada a las necesidades de cada momento de la sociedad norteamericana, crea un superlegislador sin la legitimidad democrática suficiente. En consecuencia, dos caminos se abren: reformar la Constitución o reformar al interprete supremo de la Constitución para que adapte la Constitución pero sin convertirse en superlegislador. El artículo de Seidman tiene la virtud de impulsar el primer camino, aunque algunas de las expresiones utilizadas no son muy afortunadas, no tanto porque no sean verdad, cuanto porque pueden ser entendidas como denigratorias entre las personas, muchos millones, que consideran a la Constitución norteamericana como un texto sagrado.

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