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La solución catalana

En este momento en Cataluña, nadie, absolutamente, nadie, sabe qué es lo que va a suceder. Y aún menos, después del resultado de las pasadas elecciones europeas. La victoria de ERC, sin embargo, tiene, a mi juicio, un aspecto positivo. El campo secesionista ni es tan uniforme, ni tan pacífico como aparenta. En éste, las dos principales fuerzas pugnan por el poder pero discrepan sobre el modelo de sociedad. El electorado de CiU no creo que esté alegre ante un futuro Gobierno de la Generalitat con un programa político como el que propone ERC. Es ilustrativo que, a los pocos días de la elecciones europeas, en el Parlament, las dos fuerzas expusieran sus discrepancias en relación con el Proyecto Barcelona World, el centro de ocio y juego a construir en Tarragona. Uno lo apoyó, mientras que otro votó en contra. Significativamente, CiU se tuvo que apoyar en el PSC y en el PP para sacarlo adelante. Pueden estar de acuerdo en el reto secesionista, pero luego hay que gobernar. Y aquí las discrepancias son esenciales. El objetivo secesionista no puede ocultarlas. Estas tensiones podrían crear las condiciones para alcanzar un acuerdo. ¿Cuál? La distancia es enorme, pero no imposible.

A mi juico, el acuerdo debería ser el fruto del máximo consenso posible. Los nacionalistas tienen que comprender que una República catalana de izquierdas es muy mal negocio, incuso, frente a la España “opresora”. Y que este proyecto sólo puede ser impedido por los propios catalanes. El Estado español no puede representar en el siglo XXI el papel que Espartero definió. El desiderátum nacionalista es un sueño que puede acabar en infierno. El acuerdo debe respetar la legalidad constitucional. Lo que no es incompatible con la búsqueda de una alternativa que permita el encaje constitucional de la singularidad catalana. Reconocer ésta es reconocer un hecho que, además, la Constitución española nunca ha negado. Sólo las mentes más obtusas del nacionalismo, además de tendenciosas, son incapaces de entender que la Constitución no es uniformadora. E, incluso, son también incapaces de apreciar las consecuencias del denominado principio dispositivo, fruto del cual, el Estatut de 2006 ha reconocido una realidad institucional y competencial para Cataluña muy distinta a otras Comunidades. Se podría dar el paso siguiente y reconocer este hecho. Las fórmulas podrían ser muy variadas. Se ha propuesto la inclusión de una nueva disposición adicional en la Constitución en la que se consagrarían distintos aspectos, entre otros, el relativo a la financiación. Por ejemplo, podría elevarse al rango constitucional algunos de los principios del Estatut relativos a esta cuestión, los cuales, además, contaron con el beneplácito del Tribunal Constitucional. Sin embargo, hay un pero muy importante: la reforma constitucional no es la solución, es la consecuencia de la solución. La solución catalana no es constitucional. La Constitución no resuelve nada, sino que plasma los resultados del acuerdo alcanzado con los efectos jurídicos que le son propios.

El reconocimiento constitucional debería ser necesariamente compatible con la igualdad y la solidaridad, pero también, con la buena fe y la lealtad. Desde el primer momento, se ha insistido en que la organización territorial del Estado se debe asentar sobre estos principios. Y el tiempo lo ha desmentido. La buena fe y la lealtad han estado ausentes de manera escandalosa. En mi vida diaria y en la de cualquiera se puede comprobar que en Cataluña es un hecho indiscutible que todos los males, todos, se imputan a España. Arcadi Espada comentaba recientemente que, incluso, lo sucedido en Can Vies se le ha pretendido atribuir. El nacionalismo ha creado un mundo endogámico y onanista en donde sólo se dice aquello que es coherente con la verdad oficial, la única verdad. La disidencia es una molestia que mejor silenciarla. Y cuando la discrepancia, la disidencia se orilla, el discurso, el debate se empobrece. La cuestión secesionista lo muestra con obscena claridad. Los argumentos que se manejan rayan con frecuencia en la alucinación más desvergonzada. Cuando un colectivo humano ha quedado atrapado en una visión oficial sobre cómo interpretar los hechos, la ausencia de contradicción genera la repetición acrítica de la misma, lo que, como sucede con la energía, tiende al empobrecimiento: para qué argumentar y defender con coherencia, razón y lógica aquello que es evidente según el ideario oficial. El fanatismo ha conducido al delirio. Y éste ha cegado hasta lo que es evidente. ¿Será posible el acuerdo? Espero que sí. Una condición es imprescindible. Que el campo secesionista entienda que la independencia, en manos de ERC, podría conducir a una República catalana con un programa ideológico y político muy contrario a los intereses de la mayoría. La duda es si la exaltación permitirá vislumbrar esta realidad. Si la razón se impusiera, la mayoría sensata comprendería que la madrastra española es infinita mejor que el catalanista jomeinista.

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