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La estabilidad como precio


Es el momento de los balances. Mirar hacia atrás para vislumbrar el futuro. Girar la cabeza en ambas direcciones. Nos preocupa lo que vendrá, lo que sucederá. Nos aterra la incertidumbre del futuro abierto. Creemos que está esclavizado por lo hecho y por lo vivido. El pasado, el inmediato pasado, se nos presenta como el éxito. La recuperación económica. El Presidente del Gobierno proclama el fin de la recesión. El fin de la Gran Recesión como ha sido denominada. Ha terminado. ¿Seguro? No está claro. No hay seguridad. No puede haberla. Una amenaza. La inestabilidad política. Ésta es la sombra que se cierne sobre la recuperación. El Presidente del Gobierno afirmaba, en la rueda de prensa del pasado viernes, que desde la aprobación de la Constitución, han gobernado en España grandes fuerzas políticas, unas veces con mayoría, otras en coalición, y durante toda esa etapa hemos sido "uno de los cuatro países del mundo donde más aumentó el bienestar de los ciudadanos". Eso es lo que ocurre en los "grandes países del mundo donde la gente vive mejor", ha añadido, y cuando eso deja de pasar "surgen otras cosas que generan inestabilidad y sobre todo falta de progreso, retroceso y pérdida de bienestar".

El Rey Felipe VI también se ha hecho eco de estas ideas. Recientemente, subrayaba los grandes logros del país en los últimos decenios y ha reivindicado "la estabilidad política y la paz social, imprescindibles para la modernización de nuestro país, que nos ha proporcionado nuestro marco de convivencia constitucional". E, incluso, en el último mensaje de Navidad, decía que “desde Cataluña, se ha contribuido a la estabilidad política de toda España y a su progreso económico.”

El Banco Mundial incluye, entre sus indicadores de gobernabilidad, la estabilidad política. Es un índice que “interpreta la percepción de la probabilidad de que el Gobierno sea desestabilizado o derrocado por medios inconstitucionales o violentos, incluida la violencia de motivación política y el terrorismo.” España ocupa, en el año 2013, un discreto puesto (recibe 46,9 puntos sobre un total de 100). La rémora de la violencia terrorista. Otras interpretaciones, más próximas a las utilizadas por nuestros políticos, alude a una característica de los sistemas políticos que, conforme al término “estabilidad” en el Diccionario de la Lengua española, significa “que se mantiene sin peligro de cambiar, caer o desaparecer”. Sin peligro, sin riesgos, sin amenazas de que, en nuestro caso, el régimen político, cambie o desaparezca. Éste, el Estado democrático de Derecho constituido por la Constitución española de 1978, será estable cuando no concurren los peligros indicados. Sin embargo, el Estado democrático no es una realidad institucional estática; responde, en su seno, a unos valores que lo dinamizan. La Constitución afirma que el Estado propugna, o sea, defiende, ampara, los valores de la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. Este último, en particular, es el motor de la dinámica estatal, del proceso democrático que, lejos de desestabilizar al Estado, le insufla vida. La estabilidad del Estado se basa en la competencia democrática de ideologías y políticas articuladas por los partidos. Éstos “expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política” (art. 6 Constitución).

La inestabilidad se convierte en amenaza cuando va más allá. Cuando concurren peligros que apremian la continuidad del Estado; amagan con romperlo, creando inseguridad y peligros para los derechos y libertades de los ciudadanos. Entre la inestabilidad “controlada” del Estado, que es la que genera el proceso político democrático y la “descontrolada” de los rupturistas, se mueve la realidad política española. Los peligros a la estabilidad son la corrupción, el nacionalismo periférico y el populismo. Mientras que estos dos últimos son ideologías que tienden a la ruptura del orden político y constitucional, animando el surgimiento de otro orden, la corrupción es un fenómeno alentado por el ejercicio patrimonialista del poder del Estado. La combinación es singularmente explosiva. Como sabemos, se ha extendido entre los ciudadanos la convicción de que el Estado es corrupto. El último barómetro del CIS sitúa a la corrupción como el segundo gran problema de España, al considerarlo así el 63,8 de los encuestados. Otro 23,3 afirma que son los políticos en general. Los encuestados están señalado que el Estado tiene un grave problema de legitimidad. De reconocimiento y aceptación. El surgimiento, explosivo, del populismo, está relacionado con dicho problema. Cuanto más deslegitimado está el Estado, mayor éxito tendrán las opciones que quieren cambiarlo, incluso, de manera radical. El nacionalismo, en especial, el catalán, ha transitado desde el autonomismo al independentismo, por una razón de oportunismo político. Ahora es el momento. Es una de sus consignas. Es el momento por la debilidad del Estado. Cuanto más debilitado esté, más prosperarán las opciones rupturistas de uno u otro signo.

La respuesta del Estado y de las fuerzas democráticas que lo sostienen no puede ser, a mi juicio, la llamada a la estabilidad. No tenemos un problema de estabilidad. Tenemos un gravísimo problema de legitimidad. Cuanto mayor sea ésta, más se reconducirán las aspiraciones de cambio al proceso democrático regido por las reglas constitucionales. Cuanto más se incremente, en cambio, la sensación de ilegitimidad, más las fuerzas oportunistas buscarán el cambio más allá de las fronteras del Estado constituido. Las fuerzas comprometidas con el Estado constitucional deben estarlo con la regeneración democrática; con el proceso de rearmar la legitimidad del Estado. Y esto supone la “desestabilización” interna del Estado en el seno del proceso democrático. El cambio, la regeneración, el rearme moral y de legitimidad del Estado. La estabilidad no puede ser la muralla tras la que proteger la recuperación económica porque, sostenida por un Estado débil, no tendrá ninguna capacidad para contener el descontento y la indignación. Precisamente porque hay una estrecha relación entre estabilidad y crecimiento económico, la cuestión política central hoy es el cómo se mantiene aquélla dentro de los canales del proceso democrático: la inestabilidad controlada del Estado democrático. España necesita afrontar la causa de la ilegitimidad adoptando las reformas necesarias con determinación, fortaleza y rapidez para que los ciudadanos recuperen la fe en el régimen político que ha alumbrado los mejores años de la historia de España. La defensa numantina de lo que tenemos, de lo que hay, como el precio o el coste de la recuperación, sólo incrementará la determinación de los oportunistas, porque el sentimiento de bienestar de los ciudadanos está relacionado con la apreciación que tienen de la calidad del Estado y de los gobernantes. No es posible una nación de ciudadanos que valoran y aprecian su bienestar cuando suspenden a los gobernantes como causantes de los grandes males de la nación. Esta disociación entre bienestar individual y malestar colectivo no es posible. Es un engaño que atrapa a los gobernantes, como parecen traslucir las palabras que he indicado. Es el engaño que les llevará a la derrota y, además, a alentar a los oportunistas que quieren acabar con el Estado constitucional. Si es un coste, en las presentes circunstancias, muchos podrían estar tentados en soportarlo, cuando se les promete aquello que el presente Estado ha defraudado. Éste es el peligro, no de la inestabilidad, sino de la falta de legitimidad. La ruptura de la confianza y de la credibilidad.

(Expansión, 31/12/2014)

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