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Ha muerto la política, no el bipartidismo


Las elecciones son el único banco de datos que combinan solidez, veracidad e importancia sobre el que construir análisis políticos de cierto fundamento. El resultado de las elecciones al Parlamento de Andalucía nos permite extraer ciertas conclusiones categóricas. Una primera conclusión es evidente: ha ganado el PSOE, con el mismo número de escaños, pero perdiendo poco más de 100.000 votos. Otra conclusión igualmente clara es la severa derrota del PP. Ha perdido más de 500.000 votos. Los electores han castigado al PP. O mejor, han castigado al partido del Gobierno; han castigado al Gobierno. La irrupción de dos partidos, Podemos y Ciudadanos, ha sido celebrada como el comienzo del fin del bipartidismo. Los dos grandes partidos siguen concentrando el 60 por 100 de los votos. Pero la tendencia decreciente es notable. Mientras que la irrupción de Podemos ha sido por debajo de sus expectativas, lo que se ha vivido por sus partidarios como una decepción, la llegada de Ciudadanos ha suscitado una ola de ilusión. Ha arribado en el momento oportuno y con un discurso oportuno. Tiene la ventaja de que es el fruto de la adversidad. Es muy difícil de imaginar qué es lo que han pasado sus militantes y simpatizantes para alcanzar lo que han conseguido. En Cataluña han sido agredidos, insultados y amenazados por defender la España constitucional. Han sido denigrados en los medios de comunicación públicos y privados catalanes. Nada que ver con el apoyo que ciertos medios nacionales han dado a Podemos y con la financiación, bajo sospecha, que han recibido.

Algunos se han lanzado a vaticinar que el bipartidismo desaparece. Creo que se equivocan. El bipartidismo es un resultado inducido por nuestro régimen electoral proporcional, basado en la denominada Ley D’Hondt. Ésta, como es sabido, utiliza una fórmula de restos que beneficia siempre a la formación más votada, la cual obtiene una sobrerrepresentación. A mi juicio, siempre habrá bipartidismo con este sistema electoral. El cambio, es otro. El que se está vislumbrando es el de la política. El que arrastrará a los partidos que han protagonizado el juego bipartito. Es el que amenaza a los dos grandes partidos actuales. Si unos, han crecido por la ilusión, otros, los dos grandes, están en riesgo de desaparición por el descrédito. La política, en el Estado democrático, se basa en una relación de fiducia. En la institución jurídica denominada fideicomiso: el testador deja su hacienda encomendada a la buena fe de alguien (fideicomisario) para que, en caso y tiempo determinados, la transmita a otra persona o la invierta del modo que se le señala, siempre en beneficio de otro. Los ciudadanos (fideicomitentes) entregan a los políticos-fideicomisarios el poder que les pertenece (artículo 1.2 Constitución), para que lo administren en beneficio de ellos. La causa de la entrega es la buena fe. La credibilidad que desprende el fideicomisario. Los ciudadanos creemos que el administrador de nuestro patrimonio va a hacerlo en nuestro beneficio. No en el suyo. No van a robar. No nos van a robar. Si roban, se rompe la buena fe. Desaparece la credibilidad. El ejercicio del poder deviene ilegítimo.

La corrupción ha marcado el camino. El último sondeo del CIS (barómetro de febrero de 2015) sitúa la “corrupción y fraude” como uno de los principales problemas de España según el 48,5% de los encuestados. Continúa una tendencia que se inicia con el Barómetro de febrero de 2013, en el que la corrupción pasa del 17,7% al 40%. Antes de febrero de 2013, incluso, cuando la crisis económica se manifestaba con singular dureza, los porcentajes se mantenían bajos. En enero de 2010, era del 2,9%. El salto está relacionado con las informaciones de los casos Bárcenas y Urdangarín, pero también con otros, como el de los Pujol y los ERE y cursos de formación en Andalucía. Una vez producido el cambio de tendencia, se ha consolidado y se ha ido alimentando hasta permanecer, además, en altas cotas.

Cada caso de corrupción es “el” caso. La información judicial nos muestra dos modelos. Si comparamos el caso Bárcenas-Gürtel con el de los ERE y cursos de formación que afectan, respectivamente, al PP y al PSOE, reparamos en que responden a dos modelos. El primero es el del enriquecimiento personal y, secundariamente, el del partido. El segundo, es del partido y, secundariamente, el personal. Como si respondieran al substrato ideológico profundo de los dos grandes partidos. El resultado de las elecciones de Andalucía nos muestra que no tienen la misma valoración social y, en consecuencia, política. El caso de los ERE y cursos de formación revela que se utilizó el dinero público para crear una red clientelar, como ha afirmado la Magistrada Alaya, con la que mantenerse en el poder. La codicia privada es opacada por la avaricia política. Y, para acumular poder, para mantenerlo, se ha repartido el dinero. Los resultados son espectaculares. No parece que sea razonable que se obtenga, en una democracia consolidada como la española, en municipios, como, por ejemplo, en la provincia de Huelva, porcentajes de voto del 73% (Puebla de Guzmán y Puerto Moral), 70% (El Almendro), 69% (San Bartolomé de la Torre, Aroche), 68% (San Silvestre de Guzmán), 63% (Jabugo), … El tradicional caciquismo español, que se pierde en la noche de los tiempos, sigue presente en el escenario político español. El cacique que, como un buen padre de familia, vela por los intereses de sus hijos-súbditos a los que provee de recursos y de seguridad. La contrapartida es la lealtad, la sumisión, la obediencia. La novedad es que ese cacique hoy lleva la bandera roja y el puño en alto. Y, 33 años después, todo sigue igual. Las cifras siguen colocando a Andalucía a la cola en todo. El cacique no tiene ningún interés en que cambie algo; es una amenaza a la estructura de su poder.

La corrupción es la metástasis de una manera de concebir la política que está en el corazón mismo de los dos grandes partidos. La que concibe el poder como una vaca sagrada que hay que ordeñar para beneficio de unos o de otros; que sea más el partido o los dirigentes es irrelevante. Se roba a los ciudadanos y se rompe la relación de fiducia, la buena fe, la credibilidad y, por tanto, la legitimidad de los administradores del poder. El gran error del PP y también del PSOE es no haberse dado cuenta del cambio de la política. Siguen instalados en las coordenadas tradicionales. En la del “botante”. Ese actor al que se le puede engañar (o comprar) comenzando por el bolsillo. Basta llenarlo para que, automáticamente, vote a aquél que lo ha enriquecido: por el reparto clientelar o, incluso, la buena gestión. La lógica del “botante-bolsillante” se está desvaneciendo. La crisis económica nos ha hecho más sensibles. La combinación crisis-austeridad-corrupción está haciendo posible que el “botante” ceda el paso al votante. Probablemente no será mayoritario. No lo es en ninguna democracia. Pero sí será importante y decisivo. La política tiene que responder a las coordenadas institucionales de un Estado democrático de Derecho. La de la relación de fiducia. La política debe tener una única coordenada: la credibilidad. Comienza como ilusión, frente al descrédito. Inaugura el nuevo ciclo de la política. El de la esperanza. Incluso, alucinada. La de las ofertas con promesas y más promesas. Unas expectativas que trenza la creencia. Creer, nos dice el Diccionario de la Lengua Española, es tener por cierto algo que el entendimiento no alcanza o que no está comprobado o demostrado. Ilusión, creencia y buena fe. Posteriormente deberá superar el duro examen de la gestión. Que frustrará algunas expectativas. O todas. Volviendo a reiniciar el proceso. El de la democracia. Es lo que el ciudadano pide y reclama. El que lo coloca en el centro del universo político. Y no los suplantadores. Es paradójico que hoy estamos volviendo a los principios, a lo básico, a lo esencial. Sólo queremos que nos gobierne aquél que cumpla con lo que promete. Que sea creíble. Aquél en el que podemos confiar. Aquél al que le podemos entregar nuestro único bien: el poder. Para que lo administre, lo gestione, sin perder de vista que el único beneficiario somos los ciudadanos. Los fideicomitentes. Nosotros.

(La Provincia/Diario de Las Palmas, 29/93/2015)

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