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El significado de las elecciones


Las elecciones son el examen al que se someten los gobernantes pero también los gobernados. Los gobernantes presentan ante los electores, los éxitos y los fracasos de su gestión. Sobre todo, someten la confianza y la ilusión que suscitan. El gobernante debe ser confiable. Promueve esperanza firme, ese estado del ánimo en el cual se nos presenta como posible lo que deseamos. Esperanza y confianza unidas por la firmeza, por la seguridad, de que aquél que se hace merecedor de las mismas, va a hacer realidad lo que anhelamos. Son los cauces que conectan al ciudadano con la política. El engrudo que nos une a los gobernantes. O nos separa, cuando, al perderlas, vemos que se aleja lo que deseamos se haga realidad. Nuestros sueños se desvanecen, se quiebra la confianza y la esperanza. No cualquier sueño. No cualquier esperanza. El ciudadano medio entiende las razones por las que algunos no se pueden realizar. En el fondo, estamos dispuestos a dar una y mil oportunidades. Hasta que ya no es posible. La frustración abre camino al sentimiento de traición.

Las elecciones son el momento de la reválida. De mirar hacia atrás y hacia delante. De examinar nuestra cartera de esperanza y de confianza. ¿Es merecedor de las nuestras? ¿Es fiable? ¿es “esperanzable”? ¿es confiable? Es, lo admito, una visión más teórica que real. Cada uno de nosotros, votamos llevados por unos u otros intereses. No hay espacio para la frivolidad. No me imagino a nadie acercándose al colegio electoral para introducir una papeleta, elegida fruto de la fruslería. No es racional. No es razonable. Prefiero pensar que el ciudadano medio hace esa introspección. Mirar a la cara de los candidatos y elegir sobre la esperanza y la confianza que levantan. La ilusión de que harán realidad las promesas. Éstas difieren poco. El Estado democrático de Derecho, además, integrado en la Unión Europea, está gobernado por unas reglas de juego que, al final, hace que las opciones políticas tiendan a aproximarse. La confianza y la esperanza pasan a ser el principal, el único activo político.

Los que más han vivido de la utopía-alternativa, las izquierdas, las que más han vendido al electorado que otro mundo es posible, otra sociedad, otro Estado, … que la utopía es realizable, se topan de bruces con aquellas reglas, produciéndose una disonancia tan estruendosa que, al fin y a la postre, provoca el desconcierto ciudadano. No es un accidente el que en todos las naciones de Europa, como acabamos de ver en el Reino Unido, no se haya podido dar respuesta a la pregunta ¿qué es ser de izquierdas hoy? En el caso español, resuena patético en boca del partido que más ha disfrutado del poder (por la duración de su estancia en el Gobierno), hoy en la oposición, asumir eslóganes y propuestas que nunca han cumplido cuando han gobernado o gobiernan porque, además, son inviables. Siguen asentados en la idea de que es posible reconstruir la esperanza y la confianza sobre la base del engaño. El poder y sus medios podían sostenerlo. Es significativo que la quiebra de las izquierdas en España coincide con la de la capacidad de influencia de los medios de comunicación. Nuestros jóvenes, los que quieren informarse, se informan, sirviéndose de los múltiples canales que hoy ofrece Internet. Hoy, quien no está informado, es porque tiene el firme propósito de no estarlo. Ya no se cuenta con ninguna máquina de influencia decisiva para difundir la imagen redentora que sirve de sostén a aquella opción política. No la hay.

Tampoco es posible mantener en silencio los escándalos de corrupción que afectan a unos u a otros. Parece como si existieran dos modelos de corrupción. El de las izquierdas, clientelar; el de las derechas, retributivo. La diferencia entre los casos ERE y cursos de formación en Andalucía, y los que afectan al PP, tanto en Madrid, como en Valencia, son ilustrativos. En este último caso, no se ha documentado que el dinero de las comisiones se haya destinado a sostener una red al servicio del partido. Al contrario, ha servido para enriquecer a los implicados. Como si éstos pretendiesen, por la vía de las comisiones, disfrutar del estatus económico y social de sus amigos y colegas. Es como la indemnización o la compensación por dedicarse a la política. La patrimonialización del poder frente a la socialización clientelar del poder. Es la única diferencia. Comparten, en cambio, la finalidad espuria del poder.

Los gobernados, los ciudadanos, también nos examinamos en este año electoral, que culminará con las Elecciones generales, probablemente, en noviembre. Tendremos que examinar, como digo, nuestra cartera de esperanza y de confianza. Cuando unos y otros nos han dado tantas muestras escandalosas de que la corrupción forma parte de su manera de concebir el ejercicio del poder, deberemos examinar la ilusión que nos queda. La corrupción no es una desilusión más. No es, incluso, como defraudar las promesas electorales. No. Afecta al corazón mismo de la relación que sostiene al Estado democrático de Derecho. La corrupción es un ataque al corazón mismo de este Estado. Según la Constitución, la fuente de todo poder está en los ciudadanos. Éstos, a través de las elecciones, lo delegan a los gobernantes, pero para que lo administren al servicio de aquéllos, de sus titulares. Todo poder político es fiduciario. Cuando el administrador-gobernante lo ejerce a su servicio, como sucede con la corrupción, se rompe la relación de fiducia. Se traiciona la relación. Se frustra la fiducia, la fe, la confianza, la esperanza. Se rompe la relación que sirve de soporte al ejercicio del poder, al Estado democrático. Se rompe la democracia. No hay gobierno del pueblo o al servicio del pueblo. Hay gobierno al servicio del enriquecimiento personal o de la red clientelar. No nos puede sorprender que la corrupción sea el segundo problema más importante de los enumerados por los españoles. No nos puede sorprender que estén surgiendo nuevos partidos. Buscan enriquecer la cartera de la confianza, de la esperanza, de la ilusión. Buscan reconstruir la relación de fiducia. Que el poder sea ejercido al servicio de aquéllos que son sus titulares. Ante las urnas, tendremos que hacer ese ejercicio de introspección. ¿Cuál es la confianza, la esperanza y la ilusión que me suscitan unos y otros? Los políticos deben tener bien presente que los ciudadanos tenemos muy claro que el poder es nuestro. No de ellos. Que no lo pueden administrar como si de una finca se tratase, y aún menos, como si la finca fuese suya. Es nuestra. Sólo nuestra.

(La Provincia/Diario de Las Palmas, 17/05/2015)

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