La Constitución española de 1978 dispone, en su artículo 3, que “el castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla”. Luego, llegan las Comunidades Autónomas, en particular, la catalana, y establece la denominada inmersión lingüística, de éxito indudable, que conduce, según ha concretado nuestro Tribunal Supremo, a que el derecho a usar el castellano en el sistema educativo, se limita al 25 por 100 de la docencia. ¿Dónde está el problema? ¿En la Constitución o en los guardianes de la misma? El artículo 38 reconoce la libertad de empresa. Pero el Tribunal Constitucional interpreta que dicha libertad no comprende la de comercio. O sea, que no hay libertad de empresa en relación con el comercio. Queda, por lo tanto, completamente capturada por las competencias territoriales. ¿Dónde está el problema? ¿En la Constitución o en los custodios de la misma? Más y más ejemplos se podrían poner. Aplicando el sentido común y la lealtad, muchos de los problemas indicados se podrían haber solucionado adecuadamente.
Estos mismos aplicadores, los políticos, nos presentan ahora, en pleno solaz veraniego, entre escándalo y escándalo, la poción mágica que solucionará todas nuestras contrariedades: una nueva biblia. Que hay muchas cosas que corregir, nadie lo duda. Que se podría mejorar la Constitución, por supuesto. A mi juicio, el grave error, es presentarlo en clave defensiva. No se exhibe como el resultado del esfuerzo colectivo y, por lo tanto, consensuado, de reformar el edificio del Estado para mejorarlo, sino la obra de albañilería para erigir un muro de contención de aquello que lo amenaza. Los que quieren, incluso, liquidar o acabar con el Estado, son los que parecen gobernar el proceso de su reforma. Esto me parece equivocado. La reforma la debemos hacer los que estamos cómodos con el Estado democrático de Derecho, pero queremos sentirnos aún más cómodos. Hay algunas goteras; reformemos el edificio para que no se sigan anegando algunas habitaciones. Levantemos la vista y, sobre todo, contemos con buenos arquitectos.
No creo que se necesiten introducir grandes cambios. Los propuestos por el Consejo de Estado, por cierto, los únicos respecto de los cuales el Gobierno le pidió su opinión, lo que no excluye que otros se puedan introducir, son sensatos. Hay tres ámbitos indudables: los derechos fundamentales, la organización territorial y la integración europea. En el primero, la inclusión de la garantía de los derechos en el nuevo mundo, el virtual. En el segundo, acabar con la provisionalidad de la construcción de la organización territorial y, en particular, precisar cuáles son las competencias del Estado, así como su alcance, resolviendo definitivamente, otra interpretación equivocada del Tribunal Constitucional, en relación con la preeminencia de la legislación del Estado así como la supletoriedad general de la misma. Y, en el tercero, la definitiva asunción de la integración europea como un proceso permanente con el que España está comprometida.
Sin embargo, todas las reformas, no servirían absolutamente para nada si los garantes, los aplicadores, los operadores jurídicos y políticos, siguen empeñados en actuar sin razonabilidad y lealtad. Es sorprendente que los partidos políticos no sean capaces de ponerse de acuerdo en nada. Ven que España está siendo objeto de una amenaza real por parte de aquellos que quieren liquidarla, y no pactan una respuesta común. Es elocuente la actitud que alguno adopta en relación con su franquicia territorial en Cataluña. Miran hacia otro lado, cuando ésta participa activamente en la operación de liquidación. Y no pasa nada. No hay acuerdo ni en aquello que podría beneficiar a todos. No hay acuerdo en relación con la educación, por ejemplo. No hay ley educativa fruto del consenso. El disenso de los grandes actores es el terreno propio en el que florecen los liquidadores. La Constitución no es la culpable; ni la nueva Constitución, la salvación. Es la responsabilidad de los actores jurídicos y políticos. Ninguna Constitución salvará a España de la sinrazón. Ninguna.
(Expansión, 15/08/2015)
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