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Sobre la reforma de la Administración ... y de la política

Se acaba una legislatura. Se vislumbran los retos con los que se habrá de enfrentar la siguiente. Uno aparece claro. Cada vez más claro. La reforma constitucional. Se ha ido imponiendo poco a poco. Incluso para aquéllos que, como era mi caso, nos mostramos inicialmente críticos, ahora debemos rendirnos ante la evidencia de que la siguiente legislatura será constituyente. En mayor o menor grado, pero la Constitución será reformada. Se aprecian varios ámbitos de reforma: aquéllos que más críticas han recibido; los que no funcionan adecuadamente. El Estado español necesita algunos cambios para solucionar los problemas del pasado y ponerlo en forma para afrontar los del futuro. Sería muy extenso detallar, por mi parte, cuáles podrían ser los cambios que considero necesarios. Ahora me voy a centrar en la de la Administración, pero sólo en el plano funcional, no en el territorial que necesitaría otro artículo.

El Gobierno del PP se ha enfrentado a la titánica tarea de la reforma de la Administración. La principal protagonista ha sido la Comisión para la Reforma de las Administraciones Públicas (CORA). En noviembre, presentó un balance de lo que se ha hecho durante el periodo julio 2013 – noviembre 2015. En el informe ejecutivo que conocemos, se nos dice que se han suprimido 2.305 entes públicos: 115 en el Estado, 754 en Comunidades Autónomas y 1.436 en entidades locales. Y, en cuanto a los ahorros, éstos ascienden a un total de 30.341 millones de euros para las Administraciones y 3.069 millones para los ciudadanos. En conjunto, el ahorro, se nos dice, serían 33.411 millones. Y ya está. Nada más. Desconocemos cómo se ha hecho el cálculo. Éste es, a mi juicio, uno de los grandes errores de la CORA: nos presenta unos resultados tan espectaculares que, precisamente por que lo son, deberían contar con el respaldo suficiente para que pudiesen ser creíbles. Como falta este soporte, las dudas se disparan.

Una de las grandes paradojas de nuestro sistema administrativo es el de su bajo “peso”, en comparación con la media de la Unión Europea (UE). Si utilizamos, para medir el tamaño de las Administraciones, el nivel de gasto no financiero del Estado sobre PIB, la media de la UE era, en el año 2013, según los datos de la misma CORA (Informe noviembre 2014), de 49,7 %, mientras que en España, de 43,3 %. A bastante distancia de las grandes economías de la UE como Francia (56,6 %), Alemania (45 %), Reino Unido (48,5 %) o Italia (50,7 %). De ese gasto público, el 66 % es social (educación y sanidad) y servicios públicos básicos (justicia, defensa y seguridad). Además, el “aparato administrativo”, que es el tradicionalmente considerado más odioso, representa el 26 % de los empleados públicos, sobre un total de 2,7 millones (enero de 2012).

Si descartamos, según las cifras expuestas, que el problema central sea el del “tamaño”, ¿qué es lo que falla? La eficiencia de la Administración, tanto la propia como la inducida. Una organización ineficiente reduplica el “peso” de su tamaño. La sensación que transmite a los que la sufrimos es que es aún más torpe de lo que lo es y de lo que puede serlo. El problema de la ineficiencia se debe, por un lado, a una irregular y desacertada distribución de medios. Cuando son pocos los disponibles, pero muchas las tareas encargadas, la torpeza y la lentitud con la que se gestionan los asuntos públicos, multiplican la ineficacia y su apreciación. El ejemplo de la justicia es ilustrativo. Con unos medios insuficientes (por ejemplo, el número de jueces por 100.000 habitantes es de 11 frente a 21 en la Unión Europea) tiene que afrontar unas exigencias de rapidez y diligencia. Además, el legislador le impone nuevas (como la Ley de Enjuiciamiento Criminal que acaba de entrar en vigor y su “papel cero” en los tribunales) sin la adecuada dotación de recursos. No es el único ámbito sensible. A la vista de los últimos acontecimientos, no es descartable que sean necesarios más en seguridad e, incluso, defensa. En estos ámbitos, el tamaño, incluso, debería ser mayor.

Y, por otro, el causante más relevante de la ineficiencia es el legislador multinivel (estatal y autonómico pero también local, sin olvidar al europeo cada vez más activo) que ha convertido la normación en instrumento de acción política sin racionalidad y expositor de preferencias políticas, ideológicas, pero también de intereses privados que han logrado capturarlo. Las miles de normas vigentes en España, más de 100.000, a las que sumar las ordenanzas locales, según cálculos muy conservadores, han creado un bosque de inseguridades que afectan a ciudadanos y tribunales, pero también a las Administraciones, que son las que han de velar por su cumplimiento. La seguridad jurídica sufre, y mucho, en nuestro Estado descentralizado. No por el alcance de la descentralización, sino porque los poderes descentralizados parecen sentir la necesidad de justificar su existencia aprobando normas y normas; de ocupar cualquier espacio de normación como si, al hacerlo, se les estuviera dando sentido a su existencia. No han reparado en que derogarlas o eliminarlas es tan importante como aprobarlas.

La ineficiencia administrativa es contagiosa. Es la que se induce al sector productivo cuando la Administración hace uso de sus poderes para restringir el mercado. Así sucede, por ejemplo, en la contratación pública. La Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) ha calculado, en su informe de febrero de 2015, que la ausencia de presión concurrencial en la contratación puede ocasionar una desviación al alza en los costes de hasta un 4,6 % del PIB anual (47.500 millones). También en este ámbito nos encontramos con otro ejemplo instructivo: las encomiendas de gestión o “medios propios”. La Administración acude a sus organismos para prestarse un servicio, sin necesidad de contratarlo con una empresa ajena. En otros términos, si lo puedo hacer yo, por qué tengo que contratar a otro. El problema es cuando alcanza unas dimensiones económicas de miles de millones, como ya pusiera de manifiesto la entonces Comisión Nacional de la Competencia en un informe de julio de 2013. En el año 2011, último año recogido en el citado informe, sólo en relación con la Administración General del Estado, contaba con 37 medios propios que facturaron alrededor de 2.500 millones de euros. No hay concurrencia ni competencia en la adjudicación de estos contratos. Las condiciones que se fijan no son competitivas y quedan excluidas las empresas. Un perjuicio para el erario público y para el mercado. La situación no puede ser más paradójica. Tenemos un sector público relativamente pequeño, en términos de gasto y de personal, pero intrusivo por un legislador alérgico a la libertad, lo que conduce a una Administración ineficaz que, sin embargo, tiene una enorme capacidad para provocar ineficiencias en el mercado. El problema no es, fundamentalmente, de tamaño, sino el del legislador “omniregulator” que impone nuevas tareas a la Administración, las cuales reduplican su ineficacia e incompetencia cuando carece de medios suficientes y adecuados para llevarlas a cabo. La verdadera reforma es la de las tareas. Se deberían ajustar a los recursos conforme a un criterio: favorecer la libertad de los ciudadanos. Evitar que los poderes de la Administración sirvan para obstruirla. España necesita un sector público eficaz, lo que exige no sólo medios, allí donde son necesarios (justicia y seguridad), sino un legislador menos impaciente en ocupar cualquier espacio de libertad. Si se quiere reformar la Administración, se debe comenzar por la Política. Una vez más, es la Política y sólo la Política el cambio que realmente necesitamos. Una manera distinta de concebir el papel del Estado y de estimar la libertad. Todo lo demás, caerá como fruta madura.

(Expansión, 12/12/2015)

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