El acto de investidura del nuevo Presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, ha podido sorprender a algunos. Se dice que se han encendido las alarmas del Estado. El momento no puede ser más inapropiado: un Gobierno en funciones, la amenaza de inestabilidad e, incluso, el comienzo del caso Nóos en Palma. Como siempre, el nacionalismo avanza a la par que retrocede el Estado de Derecho. Se puede contar, incluso, históricamente, el número de pasos que da, que coincide, precisamente, con los que retrocede el Estado. No tanto a impulsos de aquél, sino aprovechando las debilidades de éste. El nuevo President proclama que no es tiempo de cobardes. Reclama valor. A todos. A ciudadanos, y, en particular, a los empleados públicos. Se les pide, parafraseando la definición de “valor” del Diccionario de la Lengua española, que acometan resueltamente la gran empresa de la independencia y arrostren los peligros que supone. No creo que sea suficiente. Es más, creo que aquí radica su principal debilidad. La ejecución del programa de gobierno aprobado ayer, en los términos del artículo 147 del Reglamento del Parlament de Cataluña, va a suponer mucho sufrimiento. Y no formaba parte del guión del cuento anunciado para alcanzar la independencia.
En primer lugar, el Estado democrático de Derecho no va a ceder. Las debilidades coyunturales o políticas tienen la inmensa virtud de mostrar, sin embargo, la fortaleza estructural de nuestro Estado. Hoy, cuando ha renacido con Podemos la vieja terminología de lo “estatal”, muchos más ciudadanos nos sentimos cómodos con la españolidad. Se ha desgajado, fruto de la Constitución, del nacionalismo español. La defensa de la Constitución no lo es la de una entidad superior a los ciudadanos. Una muestra es ilustrativa. En el artículo 2 de la Constitución se reconoce, al mismo tiempo que se proclama que la nación es la patria de todos los españoles, el derecho a la autonomía de las nacionalidades. Una nación de ciudadanos que acepta que las comunidades sub-estatales tienen derecho a singularizarse con sus propias competencias. La antítesis del nacionalismo.
En segundo lugar, la fortaleza estructural del Estado precisa defensores políticos. En este momento histórico, no hay duda de que contamos con un conjunto de partidos firmemente comprometidos con la defensa del Estado, el ropaje con el que se inviste España, según el artículo 1 de la Constitución. En este terreno deben hacer frente tanto al estatismo de los izquierdistas como al liquidacionismo de los independentistas. Deben convertir la fortaleza estructural en fortaleza política, la de la decidida defensa de la libertad e igualdad de todos los españoles. A tal fin, debería concretarse un acuerdo que dé estabilidad al Gobierno llamado a gestionar el reto secesionista. Todos tendrán que ceder para hacerlo realidad. Y todas las opciones deberían estar disponibles.
En tercer lugar, la reacción del Estado debe ser adecuada, necesaria y proporcionada. Son las reglas básicas del principio de proporcionalidad. Ni más ni menos. No sólo porque a estas reglas se han de ajustar todas las medidas, en particular, las restrictivas, sino para minimizar los daños colaterales que tales medidas pueden provocar. Se debe evitar producir perjuicios a aquellos que no son los responsables de la situación que estamos viviendo. Deben focalizarse en los que están conduciendo a Cataluña hacia el precipicio. Aquellos que son, como hemos visto, los que se sirven de distintas artimañas para que sean los subordinados los que asuman las responsabilidades. Al mismo tiempo que se han servido de otras para alimentar su codicia corrupta.
En cuarto lugar, la proporcionalidad es esencial cuando el proceso de independencia tiene en el escenario internacional el principal e incluso, a mi juicio, el más importante. Los independentistas saben que la batalla “interna” contra el Estado la tienen perdida. Sólo podrán alcanzar su objetivo por imposición de la Comunidad internacional, mediante la aplicación de la doctrina Kosovo del Tribunal Internacional de Justicia. Que la situación interna se tensione tanto, incluso, violentamente, que dé lugar a una intervención internacional y que provoque la ruptura de la legalidad interna hasta desembocar en el reconocimiento de la independencia. Es en el ámbito internacional en donde se juega, principalmente, la secesión. Las medidas que se adopten deben ser “comprendidas” por los actores internacionales. Es esencial, por lo tanto, también que sean proporcionadas. Como lo están siendo hasta ahora. Nadie en la Comunidad internacional entiende que se pueda desplegar un proceso secesionista con el apoyo del 48 por 100 del electorado. Es contrario a cualquiera de los principios mínimos que se manejan en este ámbito, como el de la claridad que se ha consolidado a partir de la Sentencia del Tribunal Supremo de Canadá sobre la secesión de Quebec. No hay ninguna mayoría clara. Al contrario. La tendencia, incluso, será decreciente.
Y, en quinto lugar, el terreno de lo simbólico también es relevante. Cuando se ha cultivado durante cientos de años la imagen de la seriedad catalana en todos los ámbitos, como en el de los negocios, causa sonrojo el espectáculo que la Cataluña oficial está dando. Me consta que está abochornando a muchos. Como lo vivido ayer: la investidura exprés. Se infringe con descaro, incluso, el propio Reglamento de la Cámara, arbitrando un procedimiento ad hoc en el que se coartan los derechos de los parlamentarios a la participación (art. 23 de la Constitución). Además, se contempla, en el acuerdo entre Junts pel Si y la CUP, la fórmula medieval de la entrega de diputados “rehenes” para garantizar el cumplimiento del acuerdo. Han perdido hasta el sentido del ridículo, lo que más puede ofender a la reglas culturales, sociales y políticas cultivadas tradicionalmente por la sociedad catalana.
En definitiva, no hay nada nuevo, salvo la escenificación de la debilidad del procés. La respuesta del Estado ha de ser la necesaria, la adecuada y la proporcionada. No sólo porque hay que evitar perjudicar a aquellos que no son responsables, sino para que la Comunidad internacional vea con claridad quiénes lo son y qué es lo que pretenden: la imposición autoritaria de una independencia no querida por la mayoría de los ciudadanos.
(Expansión, 12/01/2016)
En primer lugar, el Estado democrático de Derecho no va a ceder. Las debilidades coyunturales o políticas tienen la inmensa virtud de mostrar, sin embargo, la fortaleza estructural de nuestro Estado. Hoy, cuando ha renacido con Podemos la vieja terminología de lo “estatal”, muchos más ciudadanos nos sentimos cómodos con la españolidad. Se ha desgajado, fruto de la Constitución, del nacionalismo español. La defensa de la Constitución no lo es la de una entidad superior a los ciudadanos. Una muestra es ilustrativa. En el artículo 2 de la Constitución se reconoce, al mismo tiempo que se proclama que la nación es la patria de todos los españoles, el derecho a la autonomía de las nacionalidades. Una nación de ciudadanos que acepta que las comunidades sub-estatales tienen derecho a singularizarse con sus propias competencias. La antítesis del nacionalismo.
En segundo lugar, la fortaleza estructural del Estado precisa defensores políticos. En este momento histórico, no hay duda de que contamos con un conjunto de partidos firmemente comprometidos con la defensa del Estado, el ropaje con el que se inviste España, según el artículo 1 de la Constitución. En este terreno deben hacer frente tanto al estatismo de los izquierdistas como al liquidacionismo de los independentistas. Deben convertir la fortaleza estructural en fortaleza política, la de la decidida defensa de la libertad e igualdad de todos los españoles. A tal fin, debería concretarse un acuerdo que dé estabilidad al Gobierno llamado a gestionar el reto secesionista. Todos tendrán que ceder para hacerlo realidad. Y todas las opciones deberían estar disponibles.
En tercer lugar, la reacción del Estado debe ser adecuada, necesaria y proporcionada. Son las reglas básicas del principio de proporcionalidad. Ni más ni menos. No sólo porque a estas reglas se han de ajustar todas las medidas, en particular, las restrictivas, sino para minimizar los daños colaterales que tales medidas pueden provocar. Se debe evitar producir perjuicios a aquellos que no son los responsables de la situación que estamos viviendo. Deben focalizarse en los que están conduciendo a Cataluña hacia el precipicio. Aquellos que son, como hemos visto, los que se sirven de distintas artimañas para que sean los subordinados los que asuman las responsabilidades. Al mismo tiempo que se han servido de otras para alimentar su codicia corrupta.
En cuarto lugar, la proporcionalidad es esencial cuando el proceso de independencia tiene en el escenario internacional el principal e incluso, a mi juicio, el más importante. Los independentistas saben que la batalla “interna” contra el Estado la tienen perdida. Sólo podrán alcanzar su objetivo por imposición de la Comunidad internacional, mediante la aplicación de la doctrina Kosovo del Tribunal Internacional de Justicia. Que la situación interna se tensione tanto, incluso, violentamente, que dé lugar a una intervención internacional y que provoque la ruptura de la legalidad interna hasta desembocar en el reconocimiento de la independencia. Es en el ámbito internacional en donde se juega, principalmente, la secesión. Las medidas que se adopten deben ser “comprendidas” por los actores internacionales. Es esencial, por lo tanto, también que sean proporcionadas. Como lo están siendo hasta ahora. Nadie en la Comunidad internacional entiende que se pueda desplegar un proceso secesionista con el apoyo del 48 por 100 del electorado. Es contrario a cualquiera de los principios mínimos que se manejan en este ámbito, como el de la claridad que se ha consolidado a partir de la Sentencia del Tribunal Supremo de Canadá sobre la secesión de Quebec. No hay ninguna mayoría clara. Al contrario. La tendencia, incluso, será decreciente.
Y, en quinto lugar, el terreno de lo simbólico también es relevante. Cuando se ha cultivado durante cientos de años la imagen de la seriedad catalana en todos los ámbitos, como en el de los negocios, causa sonrojo el espectáculo que la Cataluña oficial está dando. Me consta que está abochornando a muchos. Como lo vivido ayer: la investidura exprés. Se infringe con descaro, incluso, el propio Reglamento de la Cámara, arbitrando un procedimiento ad hoc en el que se coartan los derechos de los parlamentarios a la participación (art. 23 de la Constitución). Además, se contempla, en el acuerdo entre Junts pel Si y la CUP, la fórmula medieval de la entrega de diputados “rehenes” para garantizar el cumplimiento del acuerdo. Han perdido hasta el sentido del ridículo, lo que más puede ofender a la reglas culturales, sociales y políticas cultivadas tradicionalmente por la sociedad catalana.
En definitiva, no hay nada nuevo, salvo la escenificación de la debilidad del procés. La respuesta del Estado ha de ser la necesaria, la adecuada y la proporcionada. No sólo porque hay que evitar perjudicar a aquellos que no son responsables, sino para que la Comunidad internacional vea con claridad quiénes lo son y qué es lo que pretenden: la imposición autoritaria de una independencia no querida por la mayoría de los ciudadanos.
(Expansión, 12/01/2016)
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