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Cuando la independencia alimenta la endogamia institucional: nombramientos del Tribunal de Cuentas

Una de las reivindicaciones más consolidadas entre las de la regeneración institucional es la que afecta a los denominados organismos reguladores. Tan importantes para el funcionamiento de los mercados, al garantizar que las reglas del juego obedecen exclusivamente a la Ley, sin distorsión partitocrática o intereses particulares. La experiencia nos dice que, en nuestra democracia, cualquier forma de poder ha sido colonizada por los partidos. Es utilizado para alimentar la red clientelar del partido. Frente a este escenario, la reivindicación ha sido y es la de más independencia. Sin embargo, no basta. No es suficiente. Se puede tener toda la independencia pero no es bastante. Se puede incurrir en otros “vicios”, peores incluso, que aquellos que se pretenden conjurar con la propuesta.

El caso del Tribunal de Cuentas es paradigmático. Es un órgano constitucional. Es, como se dispone en el artículo 136 de la Constitución, “el supremo órgano fiscalizador de las cuentas y de la gestión económica del Estado, así como del sector público.” Depende directamente de las Cortes Generales y ejerce sus funciones por delegación de ellas en el examen y comprobación de la Cuenta General del Estado. En esta condición, incluso, le corresponde la fiscalización de la actividad económico-financiera de los partidos políticos. Es lógico que disfrute de la máxima independencia posible. En el mismo artículo de la Constitución se establece que “los miembros del Tribunal de Cuentas gozarán de la misma independencia e inamovilidad y estarán sometidos a las mismas incompatibilidades que los Jueces”.

En cambio, este remanso de independencia y al servicio de tan importantes funciones de control, incluso, esenciales, en este momento de crisis de legitimidad de las instituciones del Estado de Derecho, nos está ofreciendo un lamentabilísimo ejemplo de para qué sirve y de cómo se utiliza. El Tribunal Supremo ha debido anular hasta en cinco ocasiones (Sentencias de 9 de septiembre de 2009, 4 de febrero de 2015, 18 de diciembre de 2015, 2 de febrero de 2016 y 4 de febrero de 2016) resoluciones del Tribunal de Cuentas en asuntos relacionados con la provisión de las plazas de su personal directivo y, por la misma razón: la utilización de distintas artimañas para favorecer a ciertos candidatos en perjuicio de otros. Al menos, en tres de las Sentencias, se aprecia el vicio de la desviación de poder. Es un vicio singularmente grave. Tan grave como difícil de probar. Consiste en respetar las formas y las formalidades para alcanzar un objetivo distinto a aquél que la norma prescribe. En el caso que nos ocupa, como acredita el propio Tribunal Supremo, el Tribunal de Cuentas se ha servido de los procedimientos de provisión de plazas para favorecer, incluso, descaradamente, a ciertas personas. El Tribunal Supremo llega a afirmar, en la última sentencia, la de 4 de febrero de 2016, haciendo gala, dentro de su proverbial moderación, lo que se corresponde con su alta función, que “se ha utilizado el procedimiento de libre designación, no para seleccionar a quien cumpliendo los requisitos mejor reúne las condiciones de idoneidad y confianza entre los solicitantes, sino para adjudicar el puesto de trabajo a una determinada persona. Esto supone que se han utilizado las potestades conferidas por la Ley al Tribunal de Cuentas de forma arbitraria y para fines distintos de los que ésta contempla.” Y concluye recordando las Sentencias que ha dictado sobre el mismo asunto. En definitiva, recordando la contumaz actitud del Tribunal de Cuentas en incumplir la legalidad en un ámbito que debería ser la seña de su proceder: el respeto al mérito y capacidad para la provisión de las plazas de su personal.

Suscita perplejidad el que un órgano constitucional tan importante incurra en vicios como los apreciados y sancionados por el Tribunal Supremo. Los problemas de uso desviado de las funciones públicas al servicio de objetivos distintos a los del interés general no están relacionados exclusivamente con la configuración institucional. El Tribunal cuenta con los medios y con las garantías adecuadas para el desarrollo de su función. Y, no obstante, han sido utilizados, además, de manera reiterada, para servir a intereses personales.

El que una de las instituciones esenciales para la reconstrucción regeneradora del Estado incurra en los más viejos y tradicionales vicios del Estado decimonónico es la gran paradoja del momento presente. Otro órgano constitucional que debe ser reformado. No tanto en el ámbito institucional, cuanto en algo aún más profundo: el cambio de cultura institucional sostenida por tanto años de “abandono”. Ha sido tan “innecesario” durante tanto tiempo que ha generado sus propios intereses a cuyo servicio se ha puesto la institución. No basta la independencia institucional. El “aislamiento” acaba generando intereses espurios que aleja la institución de la función encomendada. Independencia, por supuesto, pero en el seno de una red de controles recíprocos. El poder sin control, el más independiente, incurre, por la propia naturaleza de las cosas, en arbitrariedad. Independencia y control se han de sumar para preservar el servicio objetivo al interés general al que se refiere la Constitución.

(Expansión, 24/03/2016)

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