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Corrupción: entre Etiopía y Dinamarca


El análisis de la corrupción en España tiene que resolver un acertijo: ¿Cómo es posible que convivan tres fenómenos complejos y aparentemente contradictorios que sitúan a España en las antípodas, entre Etiopía y Dinamarca? El primero, que los españoles somos extraordinariamente críticos con la corrupción; tanto, que apreciamos que nuestro país es de los más corruptos (el 95 % considera que está ampliamente extendida, según el Eurobarómetro sobre corrupción). El segundo, la corrupción no formaría parte, sin embargo, de nuestra vida cotidiana. Ni pagamos a policías, ni a profesores, ni a médicos por la prestación de servicios, ni conocemos que se haya hecho (el 96 % de los encuestados). En esta variable, España se sitúa en los rankings a la altura de los países menos corruptos del mundo. Y, por último, el tercero, nos dice que la corrupción no es un aspecto que el elector valore en orden a producir su voto. No ha tenido, ni parece que tendrá, una singular importancia para condicionar el voto. Es ilustrativo, como resulta de las encuestas del CIS, que tanto el votante del PP como del PSOE valora la importancia de la corrupción por debajo de la media, 31 % y 34,7 %, respectivamente, cuando la media está en el 39,2 %. Se sigue votando a los mismos partidos con independencia de las acusaciones de corrupción. Como se dice en Cataluña, “patria de la corrupción insensible a la corrupción”, los corruptos son nuestros corruptos. El “nuestro” apaga los ecos de la corrupción.

El resultado de los tres brochazos demoscópicos pone de relieve que el escándalo por la corrupción, desaparece cuando se trata de “mi” y se silencia cuando son “mis” corruptos. Tradicionalmente, se ha considerado que los españoles separamos nítidamente lo colectivo de lo individual. Aún más cuando lo colectivo está investido del ropaje de lo público, de lo formal, de lo estatal. Nos resulta extraordinariamente complejo asociar lo público con lo propio. El éxito del eslogan “Hacienda somos todos” del año 1978 radicó en que hizo saltar la barrera entre lo de todos y lo propio, entre el Estado y el yo; entre lo colectivo y el individuo. En cambio, cuando se mantiene, nos escandalizamos de la corrupción pública, la del otro, cuando, al mismo tiempo, hacemos lo posible por defraudar. Está firmemente construida la fosa entre lo colectivo y lo individual. Lo que es de todos puede ser objeto de fraude, estafa o robo porque no es de nadie. No hay un individuo concreto que sufra las consecuencias. Como no lo hay, es como quedarse con los frutos abandonados en el campo. No son de nadie. No hay dueños, no hay sufridores.

Tampoco ayuda la profunda desconfianza hacia las instituciones. Los políticos, denominación genérica en la que se mete a todo cargo de cualquier instancia política y administrativa, central o territorial, se han ido ganando el puesto entre los grandes problemas de España (24,4 % en el último Barómetro del CIS). Además, hay argumentos, en las izquierdas y en las derechas, que alejan la corrupción del ámbito personal y lo sigue situando en el ámbito de lo de todos, impersonal e institucional, precisamente para evitar extraer consecuencias. En el caso de las izquierdas, su superioridad moral les permite dar lecciones a los demás que ellos mismos no se aplican. Pueden ser corruptos, practicar impúdicamente el nepotismo, evadir impuestos, cobrar de países extranjeros que atropellan los derechos humanos, etc. Es irrelevante. Pueden actuar sin restricción de ningún tipo, por supuesto, ni la moral. Un famoso eslogan del populismo de izquierda lo representa a la perfección: “la violencia del pueblo no es violencia, es justicia” (J. D. Perón). Cualquier hecho, la violencia, los nombramientos, o robar, son valorados por el quién lo comete. Si es el “pueblo” o sus representantes, tiene una valoración muy distinta, e, incluso, elogiosa, que cuando se trata del no-pueblo o sus representantes. Los calificativos cambian.

En el caso de las derechas, el argumento es el de la buena gestión, según los parámetros ideológicos que les son propios. Que los políticos roben o sean corruptos, lo que se reconoce o admite, no se hace travestidos, como las izquierdas en ninguna superioridad y aún menos moral. Las derechas reconocen que está mal e, incluso, es pecado, pero … son “mis” corruptos. Y son preferidos a los demás, que son, no sólo corruptos sino, además, “malos”. La dádiva es como un premio por su buen servicio. Son corruptos, como todos, pero buenos gestores, lo que no son los otros. Esta diferencia es la que los salva. Los redime del pecado.

Que los españoles nos movamos entre Etiopía y Dinamarca es la muestra de la esquizofrenia política que somos capaces de gestionar sin mayor contradicción por una suerte de sectarismo ideológico. La lucha contra la corrupción no sólo reclama más medios, más determinación, menos propaganda, menos “postureo” legislativo, sino también, un cambio en la cultura cívica. El castigo, también político, a “nuestros” corruptos sólo se alcanzará cuando se asuma que la corrupción es un robo al patrimonio de cada uno, con servicios más caros y de peor calidad. A partir de este momento, seguramente dejaremos de sentirnos etíopes.

(Expansión, 12/04/2016)

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