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Riqueza y corrupción


Es un lugar común afirmar que cuanta más rica es una nación, menos corrupta será. Es una conclusión recurrente, a la vista de los resultados de la clasificación anual de Transparencia Internacional, sobre la apreciación de la corrupción en el mundo. Los 20 primeros lugares los ocupan, por este orden, Dinamarca, Finlandia, Suecia, Nueva Zelanda, Holanda, Noruega, Suiza, Singapur, Canadá, Alemania, Luxemburgo, Reino Unido, Australia, Islandia, Bélgica, Austria, Estados Unidos, Hong Kong. A continuación, la católica Irlanda. La primera hispana, es Uruguay, en el puesto 21; seguida de Chile, en el 23; España, en el 36. Esta imagen “perfecta” es, cada vez más, puesta en cuestión.

Es un tema, complejo, máxime cuando la información que se tiene para medir, con exactitud, la corrupción es escasa, y con tendencia distorsionadora. Realmente no sabemos cuán corrupta es una nación y cuán honrada es otra. La apreciación que se hace a través de las encuestas puede manifestar otras valoraciones sobre el Estado y, en particular, los políticos. La mala imagen que los españoles tenemos de los políticos, también ha afectado a su consideración corrupta. Si, además, tarda tanto el Estado de Derecho en depurar las responsabilidades, se multiplica la imagen. Un mismo asunto tarda tanto en ser resuelto que su eterna presencia en los medios hace que el ciudadano considere que son varios y muy graves.

La relación entre la riqueza y la corrupción no es fácil de establecer. Algunos piensan, es la opinión tradicional, que la riqueza hace que la nación sea menos corrupta. En cambio, otros podrían pensar que la ausencia de corrupción es la condición de la riqueza. A mi juicio, ni una ni otra, sino ambas. Parece como la parábola del huevo o la gallina. Una nación es más rica cuanto menos corrupción tiene. Y será menos corrupta cuanto mayor sea la riqueza. ¿Dónde está la clave de bóveda que permite salvar esta aparente contradicción? En las instituciones; en la calidad de las instituciones. Una nación rica, tendrá los medios y los recursos suficientes para disfrutar de las instituciones necesarias, adecuadas y fuertes para desterrar y combatir las prácticas corruptas. Y, a su vez, al disfrutar de tales instituciones, será más rica.

El problema de la corrupción en España no es de riqueza, sino de instituciones. Es paradigmático lo que sucede con el Poder Judicial. El Presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial recalcaba, en su comparecencia el pasado 29 de abril ante la Comisión de Justicia del Congreso, la infradotación de medios y la deficiente organización que sufren nuestros tribunales. La expresión más sobresaliente es la figura del juez sin plaza cuando, al mismo tiempo, como también se reconocía, hay juzgados sobrecargados de trabajo; un porcentaje del 150 % o más sobre la carga estándar. Significativamente, son los Juzgados de lo mercantil (el 93 % de los Juzgados), de lo Social (97 %) y los de Primera Instancia (95 %). Son juzgados que tienen un efecto relevante sobre la “imagen” cívica de la Justicia. Son los que ventilan asuntos mercantiles, civiles y laborales. El “disgusto” social se capilariza más y mejor con estos asuntos. Es la punta del iceberg.

Las instituciones no son sólo organismos; no sólo son los del Estado. Son algo más y más importante. Como ha afirmado Fukuyama, en un libro esclarecedor, recordando a Huntington, las instituciones son estándares de conducta consolidadas con el paso del tiempo. Son reglas de comportamiento que aportan seguridad, por la previsibilidad de las prácticas que prescriben. En unos casos, se formalizan jurídicamente e, incluso, su incumplimiento da lugar a una consecuencia sancionadora. En otros, no. El Estado de Derecho se asienta sobre unas instituciones sociales, políticas, económicas, jurídicas, culturales, … que, entre otras virtudes, “alejan” la corrupción. Porque el poder absoluto, como afirmara Lord Acton (1834-1902), corrompe absolutamente. Ahuyentan la corrupción y atraen la riqueza. Todo lo contrario sucederá cuando las instituciones del Estado de Derecho son débiles. No es que no haya instituciones. Hay otras, las que “regularizan” que para obtener, por ejemplo, una contrata pública, hay que pagar. La extensión de este proceder des-instituye el Estado de Derecho. Ya no es el Derecho, las reglas, las instituciones formalizadas por el Derecho, sino el dinero, la codicia, … todo aquello que impide crear el contexto de solidaridad que integra la nación. Al contrario, lo destruye. Las instituciones de la corrupción son las que pasan a campar, no sólo en el ámbito político, sino también social.

El problema de España no es luchar contra la corrupción, sino el cómo se debería llevar a cabo: la re-institucionalización de las instituciones del Estado de Derecho en todos los ámbitos. Si cala hasta el tejido social, el problema se reduplica. Si, no sólo para adjudicar un contrato, hay que pagar, sino, también, para un acto médico o para aprobar una asignatura, no sólo tendremos un problema de moralidad; también de riqueza. La ineficiencia, la incompetencia camparían en todos los ámbitos de la vida política, económica y social. No sólo tendríamos unos políticos, unos organismos, unos partidos corruptos, sino una nación corrupta. La riqueza sería lo de menos.

La mejor política de lucha contra la corrupción es la del fortalecimiento de la instituciones, o sea, esas reglas de comportamiento que todos, absolutamente, todos, aplicamos o deberíamos aplicar como guía de nuestro proceder y cuyo castigo, en caso contrario, se aplicará con la certidumbre y con el rigor que corresponde. Las instituciones nos hacen libres y prósperos; las limpias, aún más libres y más prósperos.

(Expansión, 11/05/2016)

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