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Reforma institucional: entre el bombero incendiario y el pirómano caraqueño

La reforma institucional es uno de los ejes del debate electoral. Tiene tres dimensiones: el Estado democrático de Derecho; la organización territorial, y la corrupción. En primer lugar, el Estado democrático de Derecho. Es sorprendente que en el año 2016 forme parte del debate la democracia. Cuando, la ascendente y principal fuerza política de las izquierdas, Podemos, es incapaz de pronunciar las palabras: “condenamos el encarcelamiento de Leopoldo López”, se pone sobre la mesa el vértice democrático de la institucionalidad. No pronuncian estas simples palabras porque están capturados por los carceleros venezolanos. Nunca, una palabras tan simples, han podido marcar, tan profundamente, una frontera entre demócratas e impostores. La situación de Venezuela es una metáfora del renacido debate democrático entre nosotros. Es inédito. Que tengamos que reivindicar las esencias de la democracia sucede, porque ahora somos conscientes de que está amenazada. No sólo por aquéllos que renuncian a expresar su condena a un régimen autoritario, sino por los nuevos populismos que están resurgiendo con fuerza en Europa. Nunca han desaparecido. Y nunca desaparecerán. Como las mareas, vienen y van. Ahora están llamados a ocupar un notable protagonismo. Y si lo ocupan, no es tanto por su éxito, sino por el fracaso del régimen democrático en cambiar y afrontar sus grandes vergüenzas como la corrupción. La pasividad “rajoniana” nos empuja al desastre.

En segundo lugar, la organización territorial, el mal llamado “caso catalán”. Aquellos que lo vivimos muy de cerca, sabemos que no hay tal caso. Unas fuerzas políticas, por oportunismo, conveniencia o por ambos, están arrastrando a los catalanes a una situación imposible. Y lo saben. Es la mayor operación de cinismo vivido en la historia reciente de España. Saben que el proyecto secesionista está condenado al fracaso. Por la presión “externa”: ni el Estado, ni el resto de los españoles, ni tampoco la Unión Europea lo van a permitir; y la “interna”: el descontento entre los catalanes y la olla a presión que se vive en el bloque soberanista. En éste, se han sumado fuerzas que tienen poco en común y que pelean por ostentar la primacía. La CUP con su intransigencia, mezcla de ignorancia y de sectarismo, sigue añadiendo presión. Terminará explotando. Cuando, a “secesionistas del último minuto”, se les inquiere sobre cómo es posible que la CUP pueda dirigir el procés, los calificativos son irreproducibles en las dignas páginas de este periódico. El procés encallará, pero algo habrá que hacer con Cataluña. Todavía no se ha iniciado el momento “propositivo”. Pero habrá que iniciarlo. ¿Qué queremos los españoles para Cataluña y qué quiere Cataluña para España? Lamentablemente, hace mucho, pero mucho tiempo que falta una política española sobre Cataluña. La conllevanza orteguiana, interesada para unos y otros, ha alimentado monstruos en Cataluña (la corrupción) y en el resto de España (la indiferencia). La impunidad ha sido el pago por los votos de la gobernabilidad de la denominada “minoría catalana”. Durante años, no ha interesado exigir en Cataluña el cumplimiento de las reglas básicas del Estado de Derecho; convenía más mirar hacia otro lado, cuando, unos y otros, robaban a manos llenas. ¿Ahora se sorprenden que gane Podemos en versión “CAT”?

Y, por último, la corrupción. Ya se ha dicho todo lo que se puede decir. Se ha publicado todo lo imaginable. Al final, una única palabra: repugnancia. La lectura del Auto del Magistrado Martín Gómez en el caso de los ERE de Andalucía produce esa sensación. La lectura de las noticias sobre el sumario de la Púnica, añade aún más desazón. Y más y más. Introducir sentido a tanta sensación es muy difícil. Algunos podrían estar tentados en golpear con Podemos el balón de la porquería. Y volvemos al principio: ¿puede hacerlo cuando no es capaz de decir “condenamos el encarcelamiento de Leopoldo López”? En el caso de la corrupción, las recetas son archiconocidas. No hay varitas mágicas. Se pueden seguir introduciendo reformas. Por ejemplo, la protección de los denunciantes. E, incluso, añadiría, la de los premios. Sin embargo, nuestro gran déficit está en la implementación. El Presidente Rajoy alardeaba del esfuerzo de su partido en la lucha contra la corrupción: “nunca se han aprobado tantas leyes”. Aquellos que nos dedicamos al Derecho, sabemos que las leyes no solucionan los problemas. Es parte de la solución; pero no la solución. ¿De qué sirve tener miles de leyes si luego no se pueden cumplir o no se pueden ejecutar? Éste es el problema. La gran asignatura pendiente es la de la implementación de una decidida y efectiva política de lucha contra la corrupción. Por ejemplo, ¿cómo es posible que en España tengamos un número de jueces por 100.000 habitantes inferior a la media europea y, en cambio, haya más de 100 jueces que han ganado la oposición mas no tienen plaza? No nos puede extrañar que los casos de corrupción tarden 10 años en instruirse como estamos viendo. Una justicia lenta, extraordinariamente lenta, reduplica la importancia del problema. Cuando vemos una y otra vez, a lo largo de esos años, noticias sobre corrupción, creemos que son múltiples casos, cuando, en realidad, es el mismo. Un caso repetido miles de veces crea miles de casos.

En definitiva, la reforma institucional vuelve a ser uno de los elementos centrales de la campaña electoral. O la reforma se hace para mejorar el modelo de convivencia democrática que hemos implementando entre todos, o la harán aquellos que quieren acabar con él. Lamentablemente, algunos que deberían estar entre los partidarios de lo primero, por mero oportunismo electoral, están dispuestos a arriesgar a que los de lo segundo terminen siendo la “alternativa”. Estas elecciones parecen polarizadas entre el bombero incendiario y el pirómano caraqueño. ¡Qué horror!

(Expansión, 14/06/2016)

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