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La función del Rey

Albert Rivera ha reabierto un debate que no está cerrado y del que no ha podido fructificar todavía una opinión unánime que dé respuesta a los interrogantes planteados. ¿Cuál es la función constitucional del Jefe del Estado? Los términos de la Constitución son particularmente ambiguos. El artículo 56 dispone: “el Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, …, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes”. El punto de la discusión se centra en qué se entiende por “arbitra[r] y modera[r] el funcionamiento regular de las instituciones”.

En este debate, como digo, ha participado lo más granado de los profesores de Derecho público. Desde Manuel Jiménez de Parga, pasando por Rubio Llorente, Aragón Reyes, De Carreras, Rodríguez Zapata, entre otros. Hay unanimidad en rechazar que el Rey sea una especie de autómata. Se reconoce que, siendo España una monarquía constitucional, el Jefe del Estado tiene criterio y capacidad para decidir, pero que debe de expresarse por los cauces arbitrados por la Constitución.

Partamos de lo evidente. El Jefe del Estado carece de poderes o potestades propias. No puede decidir e imponer a los demás lo que decida. Todos los actos están sometidos al refrendo, bien del Presidente del Gobierno o bien de los Ministros, salvo, precisamente, el de la propuesta de candidato a la presidencia del Gobierno, que lo es por el Presidente del Congreso (art 64). Nos movemos en el plano de lo formal. No es un Poder del Estado como el Legislativo, el Ejecutivo o el Judicial. Sin embargo, la Política no se agota en el Derecho. El legalismo atroz que invade nuestra cultura, incluso, ciudadana, ciega el que la Política es algo más e, incluso, más importante que el Derecho. Con los ojos de la Política, el Jefe del Estado no será un poder, ni tiene poder, pero tiene una extraordinaria capacidad que es la que sirve de sostén a su posición institucional. Se ha dicho que el Jefe del Estado no disfruta de potestas, sólo de auctoritas. Ejerce una magistratura de influencia, la cual es más substancial y más intensa que la de cualquier poder del Estado. Precisamente porque disfruta de tan alta magistratura, puede desplegar la función a la que se refiere el artículo 56.2, o sea, la de “arbitra[r] y modera[r] el funcionamiento regular de las instituciones”. Puede hacerlo a través de la influencia; no del ejercicio de potestad alguna.

Según el Diccionario de la Lengua Española, “influir” significa, entre otros, contribuir con más o menos eficacia al éxito de un negocio. El éxito de esa contribución dependerá, entre otros factores, de uno de los significados de influir: la fuerza moral del influyente. Ésta es la clave. La fortaleza moral del Jefe del Estado. Precisamente, aquello que lo hace fuerte, es sobre lo que se asienta su extraordinaria debilidad.

Que el Rey puede influir precisamente para garantizar el funcionamiento regular de las instituciones, no sólo puede, sino que debe hacerlo. Ahora bien, debe de administrar con mucho cuidado la fuerza moral de la que depende su capacidad para influir. Es posible que si hace un mal o equivocado uso, su fortaleza quede comprometida. Es como un capital, de naturaleza moral, sobre el que se afirma la función política, asociada a la magistratura de influencia, a la que se refiere la Constitución. El Rey debe saberlo administrar. Es su reto. Si lo administra bien, se multiplica; si lo hace mal, compromete no sólo su función sino, incluso, la propia existencia de la institución.

A mi juicio, las palabras de Rivera no son discutibles tanto por lo que ha afirmado sobre lo que el Jefe del Estado puede o debe hacer, cuanto a si ha llegado o no el momento de hacerlo. ¿Cómo reconocerlo? A mi juicio, deben concurrir, por un lado, si está comprometido el funcionamiento regular de las instituciones y, por otro, si existe el consenso social que reconozca dicha situación. Así sucedió durante el fallido golpe de Estado del 23 F. Todos entendimos que estaban en riesgo las instituciones. El Rey, asumiendo la magistratura que le corresponde, influyó sobre unos y otros para garantizar la conservación del Estado democrático de Derecho. Fue una situación excepcional. No hemos llegado a una situación equivalente. Ni tampoco es necesario llegar a ese extremo. En las presentes coordenadas, no parece que se cumplan, por ahora, los dos requisitos expuestos, aunque se avanza hacia su plasmación. Mientras tanto, se impone la prudencia. El Rey siempre debe de estar por detrás de los acontecimientos, pero sin caer en la desidia o en el desinterés. Adelantarse, es un derroche del capital moral, pero retrasarse, es una pérdida igualmente relevante. Encontrar el punto de equilibrio, es el reto con el que se enfrenta el Rey.

En definitiva, el Rey tiene, por encima de todo, una función esencial: la de garantizar la conservación y el funcionamiento ordinario de las instituciones del Estado. Es una tarea cuya eficacia dependerá de su capacidad de influencia, la cual, se asienta, a su vez, sobre el capital moral acrisolado por la institución, pero, sobre todo, por la persona que ostenta la jefatura del Estado. Cuando se administra capital, una de las variables esenciales es, precisamente, el momento, la oportunidad para la inversión: sin adelantarse, pero sin retrasarse en exceso. Estoy seguro de que, llegado el momento, el Rey desplegará, con el respaldo del consenso social, su función constitucional de influencia, con el fin de romper el bloqueo interno que está impidiendo el funcionamiento regular de las instituciones. El Rey puede y debe, pero tiene que decidir, con enorme prudencia, cuándo hacerlo. Éste es el reto, pero también la fortaleza, de una institución central en nuestro Estado democrático de Derecho.

(Expansión, 26/07/2016)

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