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Se han ido y no se irán; por ahora

Los candidatos a ocupar el liderazgo del Partido Conservador se han mostrado partidarios de retrasar la notificación oficial de la salida del Reino Unido de la Unión Europea. Una de ellos, Theresa May, ha propuesto que sea a finales del presente año. Nada les obliga a presentarla en una fecha determinada. Es uno de los agujeros de la regulación de la retirada voluntaria de la Unión del artículo 50 del Tratado de la Unión Europea (TUE). El precepto es el fruto, sin depuración jurídica, de la política; la Política en estado puro. No se pensó que la posibilidad que contempla pudiera ser utilizada por un Estado. Al final, lo posible se ha convertido en infierno.

El artículo 50 TUE procede del artículo I-60 del frustrado Tratado constitucional de 2004. Es una suerte de compensación o transacción. Probablemente, para contentar a aquellos que, como el Reino Unido, veían dicho Tratado como una amenaza. No deja de ser paradójico el que un avance en la integración, hasta el extremo de erigir una Constitución, y lo que significa como norma fundamental que constituye la organización política que un pueblo alumbra, tuviera que pagar la cuota o el peaje que hoy, precisamente, amenaza a aquella integración. Para ir muy rápido se van pagando unos tributos que consiguen que el avance sea, al final, o muy pobre o, incluso, pueda suponer un importante retroceso.

Se puede salir voluntariamente de la Unión, “de conformidad con las normas constitucionales” del Estado que quiera irse. La demostración de que los Estados conservan su cualidad esencial: la soberanía. Era salvada y respetada, incluso, por la Constitución de la Unión. El Tratado de la Unión, tras la entrada en vigor del Tratado de Lisboa en 2009, también rindió tributo a esa transacción entre estatalidad e integración europea, pero más como previsión política que como regla jurídica. Fue incluida sin la precisión de que algún Estado podía, en algún momento, acogerse. La despreocupación fue paralela a la falta de credibilidad de dicha posibilidad.

En primer lugar, no hay plazo para que el Estado que ha decidido irse de la Unión notifique esa voluntad. Como no hay plazo, puede elegir el momento que le convenga. Mientras tanto, todo continúa igual: le siguen siendo de aplicación los Tratados.

En segundo lugar, una vez se notifique, “la Unión negociará y celebrará con ese Estado un acuerdo que establecerá la forma de su retirada, teniendo en cuenta el marco de sus relaciones futuras con la Unión.” Hay un plazo de dos años para cerrar el acuerdo, pero cabe la posibilidad de prorrogarlo. Un acuerdo para pactar las condiciones de salida, pero sin olvidar las relaciones futuras. La complejidad de la negociación conduce a pensar que se puede dilatar en el tiempo. ¿Qué sucederá si no se alcanza el acuerdo?

En tercer lugar, el acuerdo será celebrado por el Consejo por mayoría cualificada, previa aprobación del Parlamento Europeo. ¿Qué sucederá si no se consigue la aprobación del Parlamento o no se reúne la mayoría cualificada del Consejo? Tampoco se puede olvidar que los europarlamentarios británicos podrán participar en los debates y en la votación. Siguen siendo miembros del Parlamento en tanto que representantes de los ciudadanos de la Unión.

Y cuarto, el acuerdo, al no tratarse de un acto primario, podrá ser impugnado ante el Tribunal de Justicia de la Unión y éste revisar su adecuación a los Tratados (art. 263 TFUE). ¿Qué sucedería si el Tribunal lo anula?

Demasiadas incertidumbres. ¿Qué sucedería si el acuerdo no es autorizado por el Parlamento europeo, o no es aprobado por el Consejo o es anulado por el Tribunal de Justicia? Además, no podemos olvidar que también el Reino Unido está sujeto a sus restricciones, en particular, políticas. ¿Qué acontecería si tampoco es aprobado por las instituciones del Reino Unido? No habría acuerdo, o bien por decisión de la Unión o bien del Reino Unido. ¿Cuáles serían las consecuencias? El artículo 50 TUE dispone que “los Tratados dejarán de aplicarse al Estado de que se trate a partir de la fecha de entrada en vigor del acuerdo de retirada o, en su defecto, a los dos años de la notificación …, salvo si el Consejo Europeo, de acuerdo con dicho Estado, decide por unanimidad prorrogar dicho plazo”. La retirada sólo será efectiva a partir de la entrada en vigor del acuerdo. Hay un plazo de dos años, prorrogable, tantas veces como se quiera. No hay límite pero se necesita, el compromiso del Estado y la unanimidad del Consejo Europeo. Si no hay prórroga, porque el Reino Unido no está de acuerdo o no hay unanimidad en el Consejo Europeo, los Tratados dejarán de aplicarse de manera automática. Por lo tanto, se contemplan dos escenarios: la retirada pactada y la no pactada, ante la imposibilidad de alcanzar el acuerdo. Esta última se desencadenará por voluntad del Tratado una vez superado el plazo o las prórrogas. O lo malo o lo peor. La retirada puede complicarse hasta el infinito.

Demasiadas incertidumbres. Demasiadas posibilidades para que una minoría, incluso, imposibilite el pacto. Demasiadas oportunidades para que el colapso se produzca. El artículo 50 TUE es el tributo de la política cuando nadie creía que un Estado se podría acoger a la posibilidad que regula. Si hubiese habido la consciencia de que se podía producir, no se hubieran dejado tantas oportunidades para llegar a una situación tan perjudicial para todos, para la Unión y para el Estado que se retira. Entre mayorías para la aprobación y las minorías para la obstaculización, muchos incentivos para que en la Unión, en el Reino Unido o en ambos, alguien quiera obtener un rédito de su “bloqueo”. Demasiados riesgos para que lo imposible se pueda convertir en posible. Ahora vivimos el impacto político, la sorpresa de la votación adversa a la permanencia. Durante unos años viviremos el desconcierto permanente de que todo se puede ir al garete bajo la amenaza de aquellos que quieren sabotear el proceso. Añoraremos este tiempo que, incluso, nos parecerá el mejor.

(Expansión, 06/07/2016)

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