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España, fraude y corrupción

España es el tercer país de la Unión Europea y el sexto de la OCDE en el que más dinero pierden los comercios por “pérdidas desconocidas”, subterfugio tras el que ocultar los robos de los clientes (unos 5.000 millones de euros anuales, entre medidas de seguridad y robos). A su vez, la economía sumergida equivale al 20 por 100 del PIB, ligeramente por encima de la media de la Unión. Y, cuanto mayor es la economía sumergida, mayor corrupción. Es una correlación que han puesto de manifiesto algunos informes, como el incluido en 'Flexibilidad en el trabajo 2014' de Randstad: “Cuanto más alto es el nivel percibido de corrupción del sector público, mayor es la prevalencia de la economía sumergida”. El caso español vendría a confirmar esta correlación: mayor corrupción, mayor economía sumergida; mayor fraude y mayor robo en los comercios. La sociedad española gestiona estos hechos con indignación, pero también, con cinismo. El fiel que equilibra esos dos extremos es la “justicia social” como justificación.

En España hay un potentísimo sentimiento de indignación contra la corrupción. En el Índice de Percepción de la Corrupción 2015 que elabora anualmente Transparencia Internacional, España, con 58 puntos, ocupa, entre los de la Unión Europea, el puesto número 18 de un total de 25. En el Eurobarómetro sobre la corrupción del año 2014, el 95 % de los españoles encuestados considera que la corrupción está ampliamente extendida. Y, en el último Barómetro del CIS, el correspondiente al mes de julio, es el segundo problema más relevante de España (43,2 %). Ésta es la percepción.

La indignación se ha convertido en histeria colectiva: todo es corrupto, todo es corrupción. En cambio, en el mismo Eurobarómetro, los encuestados reconocen que ni conocen personalmente a autoridades que admitan dádivas (87 %), ni se les ha pedido alguna en los últimos 12 meses por algún servicio público (96 %). Nos colocamos precisamente al mismo nivel que el país menos corrupto de la Unión: Dinamarca. Salir del convencionalismo debe arrostrar la etiqueta de la justificación de la impunidad. Varios ejemplos de los últimos días. En primer lugar, el debate sobre qué se entiende por delitos de corrupción. Es una categoría que no está incluida en el Código penal; una invención política, social, periodística, que cada uno “rellena” con los delitos del Código penal, según le convenga. Sólo se admite la interpretación maximalista. Como afirmó Pedro Sánchez en la tribuna de oradores durante el debate de investidura, al enumerar los delitos de los que el PP es acusado, concluyó: “todo el Código penal”. La corrupción es todo el Código penal. No es que la ilegalidad se convierta en corrupción; es que cualquier acto del poder que suponga, según el entender social y político, abuso de poder, es corrupción. Y, en segundo lugar, el denominado caso Soria. Como es conocido, éste será, previsiblemente, nombrado Director ejecutivo del Banco Mundial, a propuesta del Gobierno español. Según la explicación dada, se trata de una suerte de plaza “reservada” al cuerpo de los técnicos comerciales y economistas del Estado que se provee por un procedimiento del que se desconoce la convocatoria y los criterios de provisión. Manuel Conthe ha publicado una interesante entrada en su blog de Expansion.com titulada, sin ambages, “en defensa del nombramiento de José Manuel Soria”. Suponiendo que fuese correcto, como lo expone Conthe, nada obliga ni a Soria a participar y, en su caso, aceptar, ni impide al Gobierno atender a otras razones en orden a proveer la plaza cuando es de libre designación. La inoportunidad, al menos, se ha convertido, también, en acusación de corrupción.

La indignación no es, sólo, contra determinadas personas (Pujol, Bárcenas, Rato, Blesa, Chaves, o tantos otros); lo es, esencialmente, contra el sistema político, los partidos y, en particular, los políticos. Sin embargo, al mismo tiempo, se defrauda, se roba en los comercios, y, lo que es más importante, no se exigen y, en consecuencia, no se depuran responsabilidades políticas por la corrupción. Enfrentados a esta inconsecuencia, algunos la salvan afirmando que la corrupción está en nuestro ser, en nuestro ADN; o señalando que los “otros” han robado más; o reconociendo, como afirman los nacionalistas, que es “nuestro” corrupto; o afirmando, por último, que no merece el mismo castigo aquél que roba para enriquecerse (PP) que aquél otro que lo hace para “redistribuir” (PSOE). Estas excusas tienen una consecuencia: ¿para qué combatir la corrupción? ¿Por qué hacerlo? Y, sobre todo, ¿qué sentido tiene la indignación?

En el fondo, a mi juicio, es la inconsecuencia, la incoherencia de aquél que practica una suerte de asimetría moral. Hay un profundo resentimiento contra el régimen político, considerado como el responsable de que, en estos años de crisis, 3,5 millones de españoles hayan dejado de ser clase media. La progresión económica y social se ha truncado. La indignación contra el “culpable” hace de la corrupción bandera. En cambio, se “comprende” el fraude, la economía sumergida y demás, por la “justicia social”. Esto quiere decir que no es ilegal, ni inmoral, ni corrupto, robar a los “ricos” (desde empresas a Estado). En cambio, sí lo es a la inversa. La corrupción es doblemente indigna: porque roba un poderoso y el ladrón es el responsable del empobrecimiento social.

La reacción de los políticos se mueve entre el oportunismo de capitalizar electoralmente la corrupción y la indiferencia; entre echar gasolina y mirar hacia otro lado. Como sucede con las placas tectónicas, en las zonas de fricción, se va acumulando energía hasta que, de improviso, se libera de manera catastrófica. La tormenta de cada día va quebrando la confianza sobre la que se asienta la democracia. El hastío terminará afectando al Estado democrático de Derecho, además, en el peor momento, el de la amenaza secesionista en Cataluña.

Sorprende, para cualquier observador, que los políticos españoles se dediquen a jugar a la ruleta rusa mientras está en marcha en Cataluña una intentona rupturista. La combinación dramática entre indignación, cinismo, indiferencia y frivolidad, en mitad del incendio, pasará a la Historia de España como uno de los episodios más lamentables del que, espero, por nuestro bien, podamos salir felizmente. En caso contrario, no nos lo perdonaremos; no se lo perdonaremos.

(Expansión, 06/09/2016)

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