La rutina; la del "no es no"; la de "que parte del no, no ha entendido". La del enfrentamiento; la del bloqueo. Y la de la repetición de las elecciones. La rutina de que los políticos no están a la altura del mandato ciudadano. Se ha consumado lo anunciado: no hay candidato investido, ni lo habrá.
A lo largo de la sesión de investidura de ayer se ha repetido la fórmula constitucional. Incluso, P. Sánchez, la ha leído solemnemente. Me refiero al artículo 99. El Congreso de los Diputados ha de otorgar la “confianza” al candidato propuesto por el Rey. Es la base de la investidura y del nombramiento real. En la rutina del bloqueo, se ha alumbrado incluso una cultura que pervierte las instituciones. La confianza se ha pasado a exigir tanto a aquellos que votan a favor de la investidura, como a los que se abstienen. Según parece, “no participar en algo a que se tiene derecho”, según la definición del Diccionario de la Lengua Española, también debe ser el cauce de expresión de confianza. El absurdo.
En la cultura del bloqueo, los políticos lo retuercen todo, hasta el sentido común. Se alejan aún más de los ciudadanos. La repetición de las elecciones, como parece va a suceder, será el peor momento para su manifestación, el de la elección de los representantes del pueblo español. Una oportunidad para expresar un profundo resentimiento contra los políticos, pero también, contra las instituciones. Si al investido se le exige confianza es porque es la que trenza la relación entre representantes y representados. No puede haberla cuando el representante no es capaz de cumplir una exigencia básica: evitar la paralización del Estado que perjudica a todos. La desconfianza va corroyendo nuestra democracia.
En otros países, situaciones como la que estamos viviendo han sido el caldo de cultivo del populismo. En nuestro caso, el populismo ya comienza a manifestar un agotamiento que, como todo ahogado, intenta revivir a golpes, a manotazos, a gritos histéricos. Lo visto ayer con la intervención de P. Iglesias ya no sorprende a nadie. Tiene el efecto taumatúrgico de mostrar que ha dejado de ser la amenaza para el sistema democrático. Se ha pasado del “sorpasso” al zarpazo. Podemos se encamina a ocupar el espacio de Izquierda Unida. En cambio, la actitud de P. Sánchez ha sido radical en el fondo pero, sobre todo, desagradable en las formas. Según parece, entre unos y otros, el espacio de centro izquierda ha sido abandonado. Sánchez porque ha pretendido competir en radicalidad con Iglesias y éste, encandilado por la soberbia, quiere mantenerse “vivo” proclamando que “a nosotros no se nos compra, ni cedemos ante las presiones o los insultos de los poderosos y sus asalariados”. No fue la única exhibición de política testicular. También J. Tardà. El representante de ERC, comenzó y terminó con un “no les tenemos miedo”. No es de extrañar que tanta exhibición prostática se sostenga sobre una gran mentira: la patrimonialización en exclusiva de la gente, del pueblo. Podemos y ERC han substituido en sus discursos al ciudadano por la gente, el pueblo y la nación. Unos constructos ideológicos que están legitimados para hacer lo que quieran, siempre y cuando, sea lo que ellos, sus dirigentes, han establecido que deben pensar, decidir y actuar. Unos monstruos “comelibertades” erigidos a lomos de ideología reaccionaria.
M. Rajoy ha demostrado que, en el debate cuerpo a cuerpo, se defiende con brillantez. Hemos olvidado que, según la Constitución, el debate de investidura debe serlo sobre el “programa político del Gobierno que pretenda formar”. Cuando se atuvo a las coordenadas constitucionales, el candidato fue aburrido, reiterativo y sin la garra que se espera en aquél que pretende obtener la confianza de la Cámara. En cambio, cuando se entró en el ataque personal, incluso, bronco, se zafó con soltura. El único que pareció ajustarse a la Constitución fue, a mi juicio, A. Rivera. Asumió un riesgo: el tedio en algunas partes de su discurso cuando expuso las 150 medidas pactadas con el PP. Afirmó que hay un espacio de encuentro entre los dos grandes partidos. Les recordó las responsabilidades contraídas ante los votantes, e insistió a Sánchez que, lo que se le pide, es que deje que la lista más vota gobierne para que se pueda hacer oposición. Ni por ésas.
En definitiva, la España cainita, guerracivilista, sectaria, testicular es la que impide el acuerdo. Es la España de los políticos, de la que, de celebrarse las terceras elecciones, como parece inevitable, se separará, aún más, de la de los ciudadanos. La cerrazón de unos y de otros está haciendo quebrar los puentes de la confianza que une a los representantes con los representados. No parece asustar, ni preocupar a nadie las consecuencias, a mi juicio, graves, que tendrá. Además de cainita, es sorda y ciega. Es la España de los políticos, la no España.
A lo largo de la sesión de investidura de ayer se ha repetido la fórmula constitucional. Incluso, P. Sánchez, la ha leído solemnemente. Me refiero al artículo 99. El Congreso de los Diputados ha de otorgar la “confianza” al candidato propuesto por el Rey. Es la base de la investidura y del nombramiento real. En la rutina del bloqueo, se ha alumbrado incluso una cultura que pervierte las instituciones. La confianza se ha pasado a exigir tanto a aquellos que votan a favor de la investidura, como a los que se abstienen. Según parece, “no participar en algo a que se tiene derecho”, según la definición del Diccionario de la Lengua Española, también debe ser el cauce de expresión de confianza. El absurdo.
En la cultura del bloqueo, los políticos lo retuercen todo, hasta el sentido común. Se alejan aún más de los ciudadanos. La repetición de las elecciones, como parece va a suceder, será el peor momento para su manifestación, el de la elección de los representantes del pueblo español. Una oportunidad para expresar un profundo resentimiento contra los políticos, pero también, contra las instituciones. Si al investido se le exige confianza es porque es la que trenza la relación entre representantes y representados. No puede haberla cuando el representante no es capaz de cumplir una exigencia básica: evitar la paralización del Estado que perjudica a todos. La desconfianza va corroyendo nuestra democracia.
En otros países, situaciones como la que estamos viviendo han sido el caldo de cultivo del populismo. En nuestro caso, el populismo ya comienza a manifestar un agotamiento que, como todo ahogado, intenta revivir a golpes, a manotazos, a gritos histéricos. Lo visto ayer con la intervención de P. Iglesias ya no sorprende a nadie. Tiene el efecto taumatúrgico de mostrar que ha dejado de ser la amenaza para el sistema democrático. Se ha pasado del “sorpasso” al zarpazo. Podemos se encamina a ocupar el espacio de Izquierda Unida. En cambio, la actitud de P. Sánchez ha sido radical en el fondo pero, sobre todo, desagradable en las formas. Según parece, entre unos y otros, el espacio de centro izquierda ha sido abandonado. Sánchez porque ha pretendido competir en radicalidad con Iglesias y éste, encandilado por la soberbia, quiere mantenerse “vivo” proclamando que “a nosotros no se nos compra, ni cedemos ante las presiones o los insultos de los poderosos y sus asalariados”. No fue la única exhibición de política testicular. También J. Tardà. El representante de ERC, comenzó y terminó con un “no les tenemos miedo”. No es de extrañar que tanta exhibición prostática se sostenga sobre una gran mentira: la patrimonialización en exclusiva de la gente, del pueblo. Podemos y ERC han substituido en sus discursos al ciudadano por la gente, el pueblo y la nación. Unos constructos ideológicos que están legitimados para hacer lo que quieran, siempre y cuando, sea lo que ellos, sus dirigentes, han establecido que deben pensar, decidir y actuar. Unos monstruos “comelibertades” erigidos a lomos de ideología reaccionaria.
M. Rajoy ha demostrado que, en el debate cuerpo a cuerpo, se defiende con brillantez. Hemos olvidado que, según la Constitución, el debate de investidura debe serlo sobre el “programa político del Gobierno que pretenda formar”. Cuando se atuvo a las coordenadas constitucionales, el candidato fue aburrido, reiterativo y sin la garra que se espera en aquél que pretende obtener la confianza de la Cámara. En cambio, cuando se entró en el ataque personal, incluso, bronco, se zafó con soltura. El único que pareció ajustarse a la Constitución fue, a mi juicio, A. Rivera. Asumió un riesgo: el tedio en algunas partes de su discurso cuando expuso las 150 medidas pactadas con el PP. Afirmó que hay un espacio de encuentro entre los dos grandes partidos. Les recordó las responsabilidades contraídas ante los votantes, e insistió a Sánchez que, lo que se le pide, es que deje que la lista más vota gobierne para que se pueda hacer oposición. Ni por ésas.
En definitiva, la España cainita, guerracivilista, sectaria, testicular es la que impide el acuerdo. Es la España de los políticos, de la que, de celebrarse las terceras elecciones, como parece inevitable, se separará, aún más, de la de los ciudadanos. La cerrazón de unos y de otros está haciendo quebrar los puentes de la confianza que une a los representantes con los representados. No parece asustar, ni preocupar a nadie las consecuencias, a mi juicio, graves, que tendrá. Además de cainita, es sorda y ciega. Es la España de los políticos, la no España.
(Expansión, 1 de septiembre de 2016)
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