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¿Es Trump el nuevo Moisés?

La presidencia de Donald Trump ha nacido entre críticas, manifestaciones, pero, sobre todo, de mil y una preguntas. Leer lo que se ha escrito es la lectura de las incertidumbres que proyecta. La primera y más importante: ¿cumplirá lo que ha prometido? Y, en caso positivo, ¿cómo será el mundo de Trump? ¿cómo quedarán las instituciones internacionales, la cooperación internacional, la globalización? ¿cuál será el papel de Estados Unidos? Muchas preguntas. Muchas dudas. Las respuestas las iremos obteniendo a medida que se vaya desenvolviendo la presidencia. Siempre nos queda la esperanza de que lo prometido no se hará realidad. El conflicto con la realidad terminará imponiendo, no sólo otro discurso, sino una forma bien distinta de hacer política. 

El análisis de las intenciones de Trump ha encontrado, en el discurso inaugural pronunciado el pasado día 20, todos los elementos que se reconocen como los propios del populismo. La primera cuestión es la relativa a qué es el populismo. Es una ideología, es política, es, incluso, un momento histórico. En todo caso, es una construcción intelectualmente pobre. No porque sea limitada la capacidad para articular un discurso mejor, sino porque se busca la simplicidad. Cuanto más simple, mayor facilidad de comunicación: un pueblo, un enemigo, un líder y un proyecto.

La sencillez gira alrededor de la tensión amigo – enemigo, además, caricaturizados hasta presentarlos en un retrato en blanco y negro. El amigo es, lógicamente, el pueblo. Y, el enemigo, es, por un lado, los políticos de Washington. Malos y muy malos. Los que han hurtado el poder, la riqueza, la esperanza del pueblo. Y, por otro, los exteriores; los terroristas, y todos los extranjeros (políticos, industrias, ejércitos, Estados, …) que se han aprovechado de la generosidad americana.

El pueblo aparece como ese ser superior, adornado con todas las virtudes, pero hay una que es esencial: la de que ha sido víctima. El amigo es el pueblo-víctima. En cierta medida, es secundario quién es el victimario. El amigo se reconoce porque sufre las consecuencias de unos y de otros que le han infligido unos daños que, en todo caso, se consideran injustos. Ha sido olvidado, marginado, … Ha sufrido la pérdida de empleo, riqueza, seguridad, prosperidad. Un pueblo idealizado: una nación, unos sueños compartidos; unido, un mismo corazón, un hogar y un glorioso destino. El pueblo norteamericano.

El líder es el otro elemento de la simplificación. El amigo, el pueblo-víctima necesita de un redentor, de un guía que le conduzca por el camino de la salvación. Las cualidades que le adornan son, hasta cierto punto, secundarias. En el caso de Trump las carencias son extremas: ni experiencia, ni conocimiento, … ni ilustración. Sólo se requiere una característica: autenticidad. Que diga disparates, que diga lo que quiera pero que sea él mismo. Nada aleja más al pueblo de su guía que el engaño, la mentira. Él, el líder, no ha engañado; es cómo es. No es un demérito, es un mérito. Forma parte de su éxito. Que sea atacado, por unos y por otros, no lo debilita, al contrario, lo fortalece. Siempre y cuando su posición de liderazgo se mantenga basada en la verdad. Es su fortaleza, pero, también, su punto débil: “voy a luchar por vosotros hasta el último aliento, y nunca, jamás, os abandonaré.”

Un proyecto de futuro basado en el pasado. La reconstrucción, la refundación, la recuperación, el volver a una época anterior en la que los problemas del presente no existían: el mito del pretérito maravilloso, auténtico. Todo el discurso está lleno de referencias al pasado de gloria, de esplendor, de riqueza. El líder es el cauce a través del cual el pueblo “recupera” su poder: “estamos transfiriéndolo de Washington DC, al pueblo americano”. El pueblo se lo arrebata de las manos ilegítimas de los políticos. “Lo que verdaderamente importa no es qué partido controla nuestro gobierno, sino si la gente controla o no el gobierno.” Las últimas frases del discurso lo reflejan con contundencia: “nunca volveréis a ser ignorados”; América volverá a ser fuerte, rica, orgullosa, segura, grande. El nacionalismo. Una “nueva visión” que es, en realidad, una muy antigua: proteccionismo (“la protección engendra prosperidad y fuerza”). Y la garantía del éxito: Dios. El pueblo elegido: “estamos protegidos por Dios”. El nacionalismo, como todos, etnocéntrico, impulsado por un sentimiento de superioridad, egoísta, y, arcaico, muy arcaico: el pasado fue siempre mejor. Y el camino de la virtud es el de la recuperación; frente a todo; es el de la liberación de todo lo que obstaculice volver a la antigua gloria, más inventada que real.

En definitiva, un pueblo que, gracias a su guía, recuperará su pasada gloria, que ha perdido por los enemigos interiores (los políticos de Washington) y la perfidia de los exteriores que han abusado de la generosidad norteamericana. Recuperar, volver al pasado, a las glorias del poder, del éxito, de la riqueza. Volver a la gran América. Un pueblo elegido por Dios que sólo por la asechanza de algunos se ha alejado del camino de la virtud patriótica. El punto débil: pensar que Trump pueda ser el nuevo Moisés.

(Expansión, 24/01/2017)

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