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Visto para sentencia


El viernes 10 de febrero, el presidente del Tribunal que está juzgando a A. Mas, I. Rigau y J. Ortega, por los delitos de desobediencia y de prevaricación, cometidos con ocasión del pseudo-referéndum del 9-N, pronunció las palabras que ponían fin a las sesiones de la vista oral. El juicio quedó visto para sentencia; a la espera de que se dicte la Sentencia que le ponga fin, al menos, en primera instancia. En las sesiones se ha consagrado, una vez más, que el principal arte (y habilidad) del secesionismo es el engaño. Todo es engaño. El inefable S. Vidal lo expresó con la mayor claridad: “no somos tontos”; en cambio, los “otros”, sí lo son. Y, como lo son, la principal y más efectiva arma, en manos de una superior inteligencia, es el artificio, la trampa.

El observador imparcial cae presa de la esquizofrenia: nos dicen que el 9 de noviembre no vivimos lo que vivimos, sino que hay otra verdad: la post-verdad, la alternativa, la construida ad hoc para liberar a los acusados de las penas de los artículos 410 y 404 del Código penal, las correspondientes a los delitos de desobediencia grave y de prevaricación administrativa, respectivamente. La mentira y la cobardía alardean de sus poderes. Los héroes patrios lo son por la vía del engaño; no importa: “somos más listos”.

El pleito se ha centrado, fundamentalmente, en el delito de desobediencia. Mientras que la Fiscalía considera que hubo delito, por cuanto los acusados se desentendieron de la orden del Tribunal Constitucional, la defensa y los mismos acusados, lo niegan. Incluso, A. Mas, en el mayor alarde de cinismo que hemos visto, muestra quinta esencial, como digo, del ardid, afirma que no hubo tal desobediencia al Tribunal; sólo al Gobierno. Embarran el terreno de juego con aseveraciones sobre la falta de concreción de la Providencia, la ausencia de requerimiento expreso, terminante, personal y claro. En definitiva, entuertos para embrollar el asunto. Dudo que tengan éxito ante los jueces. Su destinatario son los catalanes. Sin embargo, ¿de qué se les pretende convencer? ¿De que el referéndum no fue organizado por ellos? Si éste es el empeño, están condenados al fracaso. Todos vimos lo que vimos y nadie nos puede convencer de lo contrario. No es imaginable, en ningún país sensato, que, por ejemplo, un director de una escuela o un instituto le ceda las llaves, bajo su entera responsabilidad, a cualquier persona que se lo reclame. Si así actuase, quien estaría cometiendo un delito, sería el director. Dolores Agenjo hizo lo que todos debieron hacer: pedir la orden para hacer la entrega y salvar su responsabilidad. El que sólo ella lo hiciese, es la muestra del clima de presión en el que todos se encuentran. Presión no quiere decir obligación, como hábilmente una de las testigos de la defensa insistió. La presión, como la violencia, tiene múltiples rostros. Uno de ellos es, precisamente, el influjo tan determinante y relevante que compromete la libertad.

El gran argumento para enervar la acusación de desobediencia es la ausencia de un requerimiento claro, terminante, expreso, personal, … como última admonición a la autoridad de que debe cumplir la orden que se le ha dirigido. Un argumento formalista, derivado de cierta jurisprudencia, que no tiene en cuenta dos circunstancias bien precisas. En primer lugar, que la Providencia del Tribunal Constitucional de 4 de noviembre de 2014 decía, de manera categórica, que el Tribunal “acuerda suspender los actos impugnados … así como las restantes actuaciones de preparación de dicha consulta o vinculadas a ella”. ¿Qué parte no se entiende? ¿Dónde radica la confusión que pudiese nublar el entendimiento de una persona, de buena fe, que recibiese esa orden? Los términos, en Derecho, no son inocentes: el Tribunal se refirió a todos los actos (formales) y las actuaciones (materiales), tanto las de preparación como las vinculadas; a todas.

Y, en segundo lugar, se pretende tratar al Tribunal Constitucional como si de cualquier otro tribunal se tratase, exigiéndosele que, según una doctrina jurisprudencial que no atiende sus singularidades, hiciese algo que, en la fecha en que dictó la providencia, no podía hacer: dictar el requerimiento. No deja de ser paradójico que, los que denuncian la falta de requerimiento, son los mismos que consideran inconstitucional la reforma de la Ley orgánica del Tribunal Constitucional, por la que puede, precisamente para ejecutar sus resoluciones, efectuar requerimientos a instituciones, autoridades y empleados (artículo 92.4).

En consecuencia, se podría llegar a la situación absurda de que la desobediencia a la máxima autoridad judicial en el ámbito constitucional, el Tribunal Constitucional, no sería, en aquellas fechas, constitutiva de delito. Desobedecer a cualquier otro tribunal, sí que podría serlo, no así, como digo, a la máxima autoridad constitucional. A mi juicio, en un contexto como en el de la pseudo-consulta, con la urgencia correspondiente, instar al Tribunal a que hiciese algo que no podía, cuando su providencia era clara y terminante, en los términos expuestos, es la muestra, una vez más, de cómo el engaño se sirve de todo, incluso, de la buena fe de algunos. Sólo nos queda esperar a que la Sentencia convierta la verdad material en, también, la jurídica. Lo contrario sería un tributo a las artimañas de los secesionistas, no para romper España, sino el Estado democrático de Derecho.

(Expansión, 14/02/2017)

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