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Roma y la defensa de la competencia

La Declaración de Roma de 27 de marzo, firmada por los Jefes de Estado y de Gobierno de los 27 Estados de la Unión, con ocasión del 60 aniversario del Tratado de Roma, reafirma los grandes objetivos, valores y principios de la Unión. Es el empuje voluntarista de seguir con el proyecto de integración europea en estos momentos de gran turbulencia. El Brexit tiene el valor, no sólo real, sino también simbólico, de que el proceso hacia “más Europa” puede interrumpirse e, incluso, retroceder. El proceso lineal ascendente ha terminado; caben las retracciones. El automatismo de la mecánica lineal ha desaparecido. Los ciudadanos tienen que abandonar la comodidad de dejarse llevar; enfrentarse al vértigo de tener que recuperar el “poder”, de decidir qué es lo que se quiere hacer. La Unión vuelve a ser un proyecto de los europeos. El camino se llena de encrucijadas. Uno de ellos, es el del mercado interior.

En la Declaración se consagra el compromiso, una vez más, de trabajar para conseguir una Europa próspera y sostenible que tiene, entre otras vertientes, la del mercado único, el cual, junto con la moneda única (el euro), “abran vías de crecimiento, cohesión, competitividad, innovación e intercambio”. El obstáculo tiene una cara esencialmente nacional. Los Estados se resisten a perder “su” mercado o, lo que es lo mismo, “su” control. Para que “sus” empresas pastoreen, imponiendo cargas a los consumidores, como consecuencia de la restricción a la competencia.

En la misma semana en que los Jefes de Estado y de Gobierno firmaban la Declaración de Roma, la Comisión publicaba su Propuesta de Directiva para reforzar a las autoridades nacionales de defensa de la competencia para que sean más eficaces y garantizar el buen funcionamiento del mercado interior. Dos son las ideas principales: fortalecer la independencia y robustecer los poderes. En un modelo o sistema descentralizado de autoridades de defensa de la competencia, es necesario el que, al menos, todas ellas compartan una base común para que, de consuno, se pueda mejorar el mercado interior. Esta base común se organiza, como digo, alrededor de los dos elementos indicados.

En cuanto al reforzamiento de la independencia, no parece que, de aprobarse la Directiva, se impriman cambios sustanciales en el régimen jurídico que disfruta nuestra autoridad de defensa de la competencia, la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia. Las garantías que se incluyen (la prohibición de la interferencia política u otra influencia externa, la de pedir o recibir cualquier tipo de instrucciones, y la abstención de llevar a cabo cualquier tipo de acción incompatible con sus funciones, así como las causas tasadas de remoción), se aplican tanto al personal directivo como a los consejeros de la autoridad. Probablemente, la extensión de las garantías al personal, refuerza la independencia.

Sin embargo, en cuanto a los poderes, sí que hay un cambio relevante. La aprobación de la Directiva incidiría muy directamente sobre un asunto muy espinoso entre nosotros: el cálculo de la multa que la autoridad impone a aquellos que incurran en conductas colusorias o de abuso de posición de dominio. La autoridad española las calculaba de una manera, siempre al alza, hasta que el Tribunal Supremo, a partir de la Sentencia de 29 de enero de 2015 (casación 2872/2013), ordenó que se fijase de otra manera. Este cambio supuso una sensible reducción del importe. Las críticas al Tribunal Supremo han sido constantes. Se considera que la reducción hace desaparecer el efecto disuasorio de la multa. Pocos se fijan en que el problema está en la Ley, en la de Defensa de la Competencia, y en su mala redacción (art. 63.1). Y aún más, olvidan que hay un principio esencial en el Derecho administrativo sancionador: el de proporcionalidad. En virtud de éste, el que, con independencia de la gravedad, se aplique siempre la máxima multa (hasta el 10 por 100 del volumen de negocios total de la empresa), supone una grave contravención de los principios constitucionales.

La propuesta de Directiva va a acabar con las tribulaciones de nuestro Derecho: la legislación establecerá un mínimo; no un máximo. Y ese mínimo es precisamente, el del 10 por 100. El importe de la máxima sanción (por la infracción más grave) no podrá ser inferior a dicho porcentaje. La proporcionalidad se mediría a partir de dicho mínimo. Y también se acaba con las otras fuentes de disputa. Como la multa se fija sobre un porcentaje del volumen de negocio, éste se establece en el total mundial de los negocios en el ejercicio social anterior a la decisión. Y, para culminar, el concepto de empresa, se refiere a una unidad económica, aún cuando consista en varias empresas o personas jurídicas. Con estos cambios, lógicamente, el importe de las multas crecerá. Se pretende que las que se impongan sean, realmente, disuasorias. Serán tan elevadas que las empresas preferirán transitar por el camino de la legalidad. O, en caso de haber incurrido en ilegalidad, se acogerán al programa de delación, también considerado en la Propuesta. En definitiva, más mercado interior, a golpe de multa o de amenaza de multa.

(Expansión, 28/03/2017)

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