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Vieja nueva política, según Locke

John Locke escribió, allá por el año 1700, que “allí donde termina la Ley empieza la tiranía”. Es muy elocuente que el Liberalismo lockediano sea esencialmente legalista. Cuando se tiene la imagen, equivocada, del anti-estatalismo del Liberalismo, se olvida que, en sus orígenes, creía, con firmeza, en el papel del Estado. Para Locke, en su convicción inicial desde la que arranca su reflexión, el Hombre, el ser humano, nace libre e igual a los demás. Es lo que llama, genéricamente, propiedad. Vida, libertad y posesiones son, para Locke, “propiedad”. Es el nombre genérico con el que identifica los atributos de la personalidad. La mejor defensa de esa esencialidad radica en el Estado. 

Godfrey Kneller - Portrait of John Locke (Hermitage)
La Ley, a la que todos los poderes deben obediencia, es la expresión de la voluntad de los representantes del pueblo. Es el poder supremo, pero no arbitrario, porque soporta límites. La Ley no puede hacer aquello que los seres humanos no pueden hacer, como es el de poner fin a la libertad y a la propiedad sin el consentimiento de éstos, salvo por el bien de la comunidad. Este límite, el del otro, conecta la reflexión de Locke con la alteridad. Lo que da sentido a la vida en común es el bien de todos. El Estado, a través de la Ley, garantiza la libertad y la propiedad, pero en la medida en que resulten compatibles con el bien de todos. La propiedad, la esencialidad de la individualidad, tiene, como consecuencia de la integración en una comunidad, un límite: la misma comunidad. No entendida al modo de un sujeto superior y distinto, sino como los demás, los otros: su libertad y propiedad deben y pueden ser límites a la individualidad, o sea, a la libertad y a la propiedad.

El Liberalismo legalista tiene como principal manifestación, en palabras de Locke, que “todo el poder que el gobierno tiene, al estar dirigido únicamente al bien de la sociedad, no puede ser arbitrario y caprichoso, sino que tiene que ser ejercido según leyes establecidas y promulgadas, para que el pueblo sepa cuáles son sus deberes y encuentre así protección y seguridad dentro de los límites de la ley; y para que también los gobiernos se mantengan dentro de dichos límites y no se vean tentados, por causa del poder que tienen en sus manos, a emplearlo con propósito y procedimientos que el pueblo no sabía de antemano, y a los que no habría dado voluntariamente su consentimiento”. Porque la tiranía consiste, precisamente, en violar la Ley. Cuando tal violación se produce, el gobernante se convierte en tirano. Cuando así sucede, se “ha[ce] uso del poder que se tiene, mas no para el bien de quienes están bajo ese poder, sino para propia ventaja de quien lo ostenta”.

Quien escribiera éstas y otras páginas luminosas en el año 1700, paradójicamente, marca hoy la senda de la modernidad. La corrupción es, precisamente, lo que Locke identifica con un poder ilegal al servicio de los intereses de aquel que lo ostenta y que pasa, precisamente, a detentarlo. Se convierte en un poder ilegal e ilegítimo. Cuando el poder deja de servir a la sociedad; cuando la Ley deja de ser parámetro previsible que guía tanto a los ciudadanos como, en particular, al poder; cuando, en definitiva, el poder atropella a la libertad y a la propiedad; cuando todo esto sucede, nos encontramos en una situación en la que el pacto de convivencia, el consentimiento expreso o tácito que da origen y sentido a la sociedad, ha perdido toda su virtualidad. ¿Por qué me voy a mantener unido, por qué voy a respetar las reglas, por qué voy a respetar los derechos de los demás, cuando nada de lo que ha dado sentido al pacto originario se cumple? 

La nueva política ha vuelto la mirada hacia atrás para coger impulso. Es sumamente elocuente el que, en esta semana, en la que se celebra la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas, un candidato, Emmanuel Macron, vuelva a mirar hacia atrás para vislumbrar el futuro. Es una mirada de ida y vuelta. Recuperar la esencia que tan brillantemente expresara John Locke. Hoy, más que nunca, volver a la esencia se presenta como seña de identidad de la nueva política. Es tiránico todo poder que, marginando la Ley, se presta para atropellar la libertad y la propiedad para la satisfacción de los intereses de los gobernantes. La corrupción es uno de los acicates que ha vuelto a colocar en el centro del escenario político la necesidad de la refundación de la República. Hoy se necesita un nuevo impulso partiendo de una afirmación esencial con la que encabezaba, precisamente, la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano del 1789: “Los representantes del pueblo francés, constituidos en Asamblea Nacional, considerando que la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de los males públicos y de la corrupción de los gobiernos”. Qué mayor corrupción que la tiranía. Qué mayor tiranía que el desprecio de la Ley. Y qué mayor desprecio que el atropello a la libertad y a la propiedad. Reconstruir la República es, precisamente, combatir la corrupción.

(Expansión, 18/04/2017)

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