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Los agujeros regulatorios del caso Bankia

El Auto del Magistrado-Juez de Instrucción de la Audiencia Nacional F. Andreu, del pasado día 11, por el que se decreta la conclusión de la instrucción en el denominado caso Bankia, pone de manifiesto, en sus 253 páginas de intrincado relato de hechos, algunos “agujeros” de la regulación que deberían considerarse para evitar que se vuelva a repetir.

En primer lugar, la “teoría del chicle” de la contabilidad, según la famosa expresión acuñada por F. González, presidente del BBVA, en su testimonio ante el Juez instructor, que tiene, sin embargo, una consecuencia jurídica: si la norma es tan flexible, en cuanto depende de cómo la interpretan y aplican los reguladores, se difumina el incumplimiento que hace surgir el castigo. Tiene, en cambio, la virtud de subrayar la importancia de los que la interpretan y aplican. Y aquí, el relato, tiene varios protagonistas. Comenzando por los propios administradores, continuando con los auditores y culminando con los supervisores. El punto final, lógicamente, es el de los Jueces. Éstos aplican el Código penal; y no es sencilla la operación. Un relato extenso, profuso de datos, de recovecos interpretativos, los cuales tienen que “encajar” en los tipos de los artículos 290 del Código relativo al delito de falsedad en las cuentas societarias y del 280 bis cuando dicha falsedad se refiera a sociedades cotizadas. El papel central es el de los peritos y otros auxilios de los que el Juez se ha servido. Los peritos judiciales son contundentes en afirmar que las cuentas de Bankia y demás sociedades estaban falseadas. No representaban la imagen fiel de la situación económica y financiera de la sociedad en cuestión. Y esta falsedad se había constituido con pleno conocimiento de los administradores, pero también, con la colaboración de los auditores; su papel es central.

En el Auto se señala un segundo “agujero” que afecta, precisamente, a los auditores. En la página 242 se afirma que, "si bien el legislador ha delimitado el ámbito de los autores o sujetos activos a los administradores …, no puede olvidarse que no se debe descartar la posibilidad de la participación, por cooperación necesaria, de las entidades auditoras que al realizar la fiscalización externa de la contabilidad, colaboran y se prestan a la formación de unas cuentas anuales o balances falseados, conducta ésta que está expresamente tipificada en distintas legislaciones penales de nuestro entorno, como los son la Francesa, la Alemana o la Italiana. Y se debe considerar dicha responsabilidad por cuanto y en su función de auditor procedió a analizar, verificar y dictaminar la corrección y veracidad de las cuentas de BANKIA, S.A. que se presentaron en el folleto de emisión para su salida a Bolsa, siendo indudable que sin dicha revisión y verificación las autoridades reguladoras y supervisoras no hubieran permitido que la citada entidad bancaria operara en el parquet”. Falta, en nuestra legislación, a diferencia de otras europeas, una expresa tipificación de la responsabilidad penal de los auditores, en los términos indicados. Si su papel es tan relevante, igualmente deben de serlo las consecuencias en caso de incumplimiento de sus obligaciones.

Y, en tercer lugar, más controvertido es el papel de los supervisores, tanto la CNMV como el Banco de España. Han salido librados de la acusación. No se dirige contra ellos ninguna exigencia de responsabilidad. Así lo ha entendido el Juez instructor. Ahora bien, sufriendo la distorsión retrospectiva que explica Kahneman, es fácil manifestar sorpresa sobre qué estaban haciendo durante tantos años para permitir que sucedieran las ilegalidades que hoy conducen a los administradores ante un tribunal penal con petición de penas importantes.

La supervisión, o más generalmente, la regulación de los mercados, disfruta de un considerable grado de discrecionalidad. Sólo de esta manera se pueden “gestionar” mercados con desfallecimientos estructurales y funcionales, como el que nos ocupa. No es posible que la función encomendada esté sujeta a reglas tan estrictas que le impidan dispensar la garantía que los inversores y, en general, los ciudadanos, demandan. Precisamente porque la gestión de los fallos requiere de discrecionalidad, se entrega a técnicos y sólo a técnicos. Además, protegidos por ciertas garantías de inamovilidad para que los políticos y sus intereses no se entrometan.

El Auto pone de manifiesto otro “agujero”: ¿quién y cómo se castiga a los supervisores irresponsables? Si a unos técnicos competentes se les atribuye tan importante responsabilidad y no la cumplen con la diligencia debida, haciendo posible que se produjera un daño tan considerable a los arcas públicas, a la confianza ciudadana y a la estabilidad general de nuestro sistema institucional, algún mecanismo debería existir. Ciertamente, la vía pretendida de la responsabilidad en relación con los tipos de los artículos 290 y 280 bis del Código penal no es posible. Sin embargo, no hay tal mecanismo de depuración, salvo el político. Y sabemos qué sucede cuando las reglas no están acompañadas de una sanción: no son jurídicas.

El caso Bankia lo es de una manera de concebir la gestión de los asuntos públicos: políticos metidos a administradores de entidades financieras, que conceden créditos a amigos y conocidos, en un sector, como el urbanístico, también en manos de políticos, donde el dedo de dios del alcalde puede convertir páramos en oasis de millones de euros, hasta acumular unos riesgos que se escamoteaban, aplicando la flexibilidad contable, ante los ojos estrábicos de los supervisores, también, víctimas de la contaminación política. La política tiene un problema en España: su pretensión colonizadora. La política es poder; y no tiene límite. El poder engendra poder, y arbitrariedad, el no sometido a control. Hemos vivido, y ahora vemos sus estertores, una época en la que el poder, sin control, alumbró monstruos como el que ahora se está juzgando.

(Expansión, 16/05/2017)

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